Una imagen de postal como ésta ya la habéis visto en otras de mis entradas de este blog. La verdad es que cada vez que voy a este lugar de ensueño no puedo resistir la tentación de fotografiarlo. Es lo más parecido a un paraíso, un pequeño Shangri-la utópico en pleno Mediterráneo. Contemplar tanta belleza todavía sin destruir en la isla que me vio nacer es como un regalo de los dioses, un subidón de esperanza, una emoción indescriptible que me acelera el corazón y me humedece los ojos. El islote del centro de la imagen, S'Illeta, se salvó por los pelos de la codicia humana. Poco faltó para que lo cubriesen de cemento construyendo sobre él un hotel de lujo para multimillonarios. Por suerte prevaleció la cordura. Fijaos en el diminuto bosquete de pinos carrascos que crece sobre la roca litoral que se ve en primer plano. Es lo más parecido a un bonsai natural. ¡Cuánta belleza! ¿Verdad?
El pasado domingo fue un día para ser guardado en lo más sagrado y entrañable de mi memoria. Con mi amigo Llorenç visitamos una tras otra media docena de maravillas de la Serra de Tramuntana, como la venerable encina de bellotas dulces varias veces centenaria que os mostré hace unos días.
Tras recargar las baterías con una deliciosa y contundente paella en el Restaurante Monumento de Sóller nos dirigimos hacia la parte central de la Serra de Tramuntana montados en mi pequeño Hyundai, muy práctico para circular por las estrechas callejuelas medievales de los pueblos de las montañas mallorquinas. Hacía un calor insoportable y decidimos parar a tomar algo en el Mirador de Ses Barques. En su terraza soplaba una frisa muy fresca y las vistas sobre el Puerto de Sóller eran espectaculares.
Proseguimos la excursión hacia Sa Calobra y en un rellano junto a la carretera aparcamos el coche. Ante nosotros se alzaba el impresionante y bien conservado Acueducto de Turixant. Nos llamó la atención un pequeño cabrahigo silvestre, Ficus carica subsp. rupestris, que crece en lo alto del acueducto enraizado entre las piedras de la construcción.
Parece increíble que la semilla pudiera llegar ahí arriba con la defecación de un ave frugívora y que lograse germinar entre dos piedras casi sin tierra ni agua. Nuestros cabrahigos son verdaderos campeones de la supervivencia, están perfectamente adaptados al clima tórrido y reseco de los países ribereños de la Cuenca Mediterránea.
Una vez atravesado el acueducto viene un tramo de carretera cuesta abajo que se curva a la izquierda sobre el puente del Torrent des Gorg Blau. Hace ya más de un lustro que hice el mismo recorrido acompañando a mi buen amigo y maestro Juan Rita Larrucea, profesor de Botánica de la Universidad de les Illes Balears, que me llevó a ver dos plantas fantásticas, dos pequeños tesoros de nuestra riquísima flora.
Uno de estos tesoros, el helecho Phyllitis sagittata, era una asignatura pendiente para mí, pues llevaba años buscándolo y no lograba encontrarlo. Se lo dije a Juan Rita y él me acompañó encantado a ver una de sus escasas poblaciones. En la imagen tomada hace cinco años se pueden ver varios ejemplares muy jóvenes de este helecho con sus frondes en forma de lengua de ciervo. A su lado abajo a la derecha se ven unos cuantos helechos Asplenium trichomanes. Ambos pteridofitos crecen siempre sobre un sustrato de musgos, líquenes y hepáticas.
Cuando ya nos íbamos mi amigo Juan, con su excelente vista de botánico veterano, vio un gigantesco y bellísimo ejemplar de Phyllitis sagittata en lo alto de unas rocas. Sin duda era el progenitor de todos los pequeños Phyllitis que crecían en varios kilómetros a la redonda. Fijaos como se transparentan a contraluz los soros repletos de esporas. Es una planta antediluviana realmente bonita que en la Península está en claro declive.
Mi tocayo me tenía reservada una sorpresa todavía más emocionante. Tras dejar atrás el Torrent des Gorg Blau proseguimos por la carretera hacia el Monasterio de Lluc. Varias curvas más adelante me señaló con el dedo un paisaje alucinante, como de otro mundo, bonito a rabiar. Nunca hubiera imaginado que en Mallorca pudiera haber unas rocas tan hermosas y espectaculares, intensamente blancas y dispuestas como las hojas de un libro.
Ahí las tenéis. Son formaciones kársticas de
lapiaz moldeadas durante millones de años por la erosión y disolución de las rocas
calcáreas por las correntías del agua de lluvia que desaguaban, como siguen haciéndolo hoy en día, en el primitivo Torrent des Gorg Blau (Garganta Azul).
Pero no eran estas rocas tan bonitas la verdadera sorpresa que Juan quería compartir conmigo, sino el árbol que crece entre sus blancas hojas calcáreas, el laurel silvestre, sí amigos, el ancestro de nuestro culinario laurel que da sabor y aroma a nuestros guisos. En este agreste paisaje de ensueño sobrevive el último bosque de Laurisilva de las Baleares. Es como
un pequeño fósil viviente, una reminiscencia de lo que hace siete
millones de años era un maravilloso bosque de árboles planifolios de
hoja perenne que captaban la humedad de la brisa marina del primitivo y
subtropical mar Mediterráneo y la condensaban en forma de rocío sobre
sus hojas, cayendo gota a gota como un agua dulcísima sobre la hojarasca
del sotobosque, como si de una verdadera lluvia se tratase, exactamente
igual que el fantástico fenómeno actual de la lluvia horizontal de las
islas de la Macaronesia. La hojarasca en descomposición se comportaba
como una esponja, absorbía y retenía el agua que goteaba desde las copas
y mantenía una maravillosa humedad permanente en las raíces de los
árboles, permitiéndoles crecer exuberantes en una isla donde la lluvia
normal es más bien escasa. Juan Rita con su gran capacidad didáctica me
lo explicó con tal vehemencia que me contagió su fascinación por este
lugar.
Los laureles están enraizados en las profundísimas grietas excavadas entre las hojas de lapiaz.
Sus voluminosas copas de un verde intenso sobresalen por encima de las rocas, como si se asomasen con timidez a un mundo que ya no es tan amable y cálido como el de sus ancestros de hace siete millones de años. Les acompañan otros arbustos planifolios de hoja perenne como Viburnum tinus y Rhamnus alaternus, que sin duda han compartido durante todos estos millones de años el mismo hábitat y los mismos cambios climáticos que los laureles.
Así pues este pasado domingo quise compartir con Llorenç estos fantásticos paisajes antediluvianos y las plantas que los habitan. Os recomiendo ampliar esta foto con un doble click para que podáis apreciar el finísimo borde cortante de estas delgadas rocas afiladas como cuchillos.
Llorenç alucinaba. Estaba emocionado. Nunca había visto algo parecido. Movido por un intenso e irrefrenable deseo de pasear cual cabra montés sobre aquellos cuchillos de roca y comprobar por si mismo que las hojas de estos laureles ancestrales huelen realmente a laurel, se lanzó a saltar de roca en roca, de filo en filo, hasta alcanzar una ramilla. Yo, pobre de mí, que soy un cobardica y tengo un vértigo atroz, no podía entender que Llorenç no sintiese ningún miedo y le suplicaba a voz en grito que se olvidase del laurel y saliese de aquel infierno para faquires a la seguridad de la carretera.
Y sí, efectivamente, las hojas al ser frotadas entre los dedos huelen intensamente a laurel.
Llorenç, sabedor de mi gran afición por los árboles, me regaló la ramilla para que pruebe de sembrarla en una maceta a ver si enraíza. Como había suficiente para dos esquejes la partimos y ambos nos llevamos a casa media ramilla de estos laureles tan primitivos que son un verdadero tesoro genético. Confiamos en que echen raíces. De momento, hoy, a los seis días de la siembra, mi esqueje continúa con las hojas bien verdes y turgentes. Si hay suerte y prospera, dentro de unos años un laurel de la primitiva Laurisilva mediterránea subtropical embellecerá mi jardín.