Una simbiosis vital para su supervivencia
Cuando sembramos una bellota, ya sea de roble o de encina, si lo hacemos en tierra vegetal comercial que carece de hongos micorrizas, la germinación se produce sin problemas y el nuevo arbolito se desarrolla bien durante el primer año gracias a las reservas nutricias de los cotiledones de la bellota, pero en cuanto estas se acaban, deja de crecer y languidece poco a poco hasta morir de ¡inanición! Sin los nutrientes que el micelio de la micorriza absorbe del sustrato y posteriormente transfiere a las raíces de la pequeña fagácea a través de pequeñas anastomosis micelio-raíz, el joven árbol no puede alimentarse y muere literalmente de hambre.
Joven encina de tres años sembrada de bellota en una maceta con tierra vegetal comercial, pero regada con agua de manantial de montaña cargada de esporas de micorriza de las encinas que crecen alrededor de la surgencia de la fuente, cuyas raíces estan profusamente micorrizadas por el micelio blanco del hongo.
Inmenso encinar de la alta montaña mallorquina prácticamente virgen, cuyas raíces crecen en un sustrato pedregoso muy pobre tanto en tierra como en nutrientes, millones de veces lavado por las fuertes lluvias que se llevan los minerales aguas abajo, y que sin embargo crece exuberante y lleno de vida gracias a la maraña de filamentos del micelio de los hongos micorrizas, que rodean sus raíces en una abrazo simbionte en el que ambos seres vivos salen ganando.
Nada más nacer la bellota, su primera raíz pivotante es rodeada
rápidamente por una micorriza que le aporta los minerales que tanto
necesita para crecer, y el arbolito recien nacido le devuelve el favor
transfiriéndole azúcares, proteínas, grasas y vitaminas sintetizadas por
sus hojas con la fotosíntesis. Tu me das, yo te doy, una simbiosis
positiva que durará toda la vida del árbol, a veces varios siglos. (En la imagen se ve la ladera de una montaña de la Serra de Tramuntana mallorquina con un bosque mixto de pinos carrascos y encinas cubiertos de nieve en marzo del 2005).
Las encinas mediterráneas son verdaderas campeonas de la supervivencia. Resisten sin problemas tanto el calor tórrido del verano como el frío intenso del invierno.
Raíz de encina rodeada por el micelio blanco del hongo micorriza. Ambos seres vivos simbiontes están unidos por microscópicas anastomosis o conexiones, idénticas a las de los axones y las dendritas de nuestras neuronas cerebrales, salvo que en lugar de transferirse neurotransmisores con órdenes precisas se transfieren nutrientes. Este micelio huele a tierra buena, sana, llena de vida, el mismo aroma delicioso de la hojarasca del sotobosque de un encinar o un robledal.
Alcornocal virgen todavía no hollado por el hombre en el municipio gaditano de Jimena de la Frontera. El sustrato bulle de vida con toneladas y toneladas de micelio micorriza rodeando las raíces, no sólo de los alcornoques sino también de todos los arbustos que visten el sotobosque, cada uno de ellos con su micorriza simbionte específica.
Visión del exuberante alcornocal anterior vistiendo de un manto verde las montañas en pleno Parque Natural de los Alcornocales.
Encina centenaria en una dehesa de Arcos de la Frontera.
Imponente roble andaluz, Quercus canariensis, en un bosque de cuento de hadas del gaditano Parque Natural de Sierra de Grazalema.
Con frecuencia los frutos de las fagáceas germinan antes de caer del árbol, como esta bellota de coscoja mallorquina, Quercus coccifera, en la que ya asoma la raíz pivotante en un intento de acelerar su germinación antes de los fríos invernales.
O como esta otra de encina, Quercus ilex subsp. ilex.
Nada más caer al suelo numerosos animalillos del bosque se las comen o bien las esconden en despensas improvisadas para su posterior consumo. Las bellotas necesitan luz para germinar, por lo que las que caen bajo la tupida sombra de su madre no suelen prosperar. Así pues, bien por haber caído lejos de su madre o bien por haber sido escondidas en pequeños hoyos del suelo por las aves y los ratones de campo, las bellotas suertudas germinan y en sus primeros meses de vida se alimentan de los nutrientes acumulados en los cotiledones de la bellota.
Mientras tanto la raíz pivotante va penetrando en el sustrato y se va bifurcando abrazada por el micelio del hongo micorriza que le alimentará toda su larga vida, no sólo con los minerales que absorba el micelio del suelo sino también del agua que consiga arrancar del reseco sustrato a pesar de las larguísimas sequías mediterráneas que a veces duran hasta seis meses sin que caiga una sola gota de lluvia. Y a pesar de todo la encina, el roble, el alcornoque o la coscoja sobreviven sin apenas manifestar ningún sufrimiento.
Algunos veranos la sequía y el calor son tan extremos que el agua que les aportan las micorrizas no es suficiente para saciar su sed y las viejas encinas emiten largas raíces rojas hacia las últimas pozas del lecho de los torrentes en un intento desesperado por sobrevivir.
Cuando a finales de agosto las pozas se sequen, éstas bellísimas raíces rojas también se secarán. Habrán servido, no obstante, para que la vieja encina haya saciado su sed y haya acumulado el máximo de agua en sus gruesas raíces para aguantar estoicamente en estivación forzosa hasta las primeras lluvias del otoño.
¡BENDITA Y MARAVILLOSA NATURALEZA QUE SE LAS SABE TODAS PARA PERPETUAR LA VIDA EN ESTE FRAGIL PLANETA A MERCED DE LA CODÍCIA DESTRUCTIVA DEL HOMBRE!