viernes, 31 de enero de 2014

Sobrasada casera con miel

Hace 50 años en Mallorca la matanza del cerdo era una gran fiesta para cualquier familia de la isla. A mí me gustaba mucho observar todo cuanto hacían los mayores con el cerdo. Lo único que no podía soportar era ver cómo lo mataban. Aquella puñalada brutal directa al corazón me aterrorizaba y los gruñidos, al principio de dolor y pánico y luego agónicos del pobre animal, me provocaban pesadillas. A esto los psicólogos lo llaman empatía, y era precisamente este sentimiento, el ponerme en la piel del puerco y sentir lo que él sentía, lo único que realmente me angustiaba de todo el festejo. Tenía yo entonces unos siete años. Para no verlo y al mismo tiempo para que no me acusasen de miedica me hacía el fuerte y con astucia decía que yo le aguantaría la cola. De esa manera no veía más que el trasero del cerdo y, cuando dejaba de moverse, ya sabía que aquel asesinato con premeditación, nocturnidad y alevosía había concluido. 

Entonces me desplazaba hacia el otro lado de la banqueta para ver la cabeza, entre pálida y amoratada, del cadáver de la víctima del delito. No se me pasaba ningún detalle: los ojos entreabiertos y llorosos, la lengua colgante y babeante, el terrible agujero de la puñalada que todavía rezumaba sangre y sobre todo el barreño de arcilla cocida lleno de sangre humeante cubierta de espuma. Nunca me ha impresionado la sangre, sólo el sufrimiento. 

Cuando dieciseis años después me licencié en medicina en Barcelona, recuerdo que uno de mis primeros trabajos fue una sustitución de tres semanas en un pequeño pueblo de montaña de Mallorca. No tenía ni siquiera el carné de conducir. Para atender las visitas a domicilio me desplazaba por el pueblo con una mobilette que mi madre me había prestado. Por las tardes y noches vivía, hacía las guardias y atendía las urgencias en la misma casa del médico a quién sustituía. Os aseguro que estaba realmente acojonado con mis veintitrés añitos y recién salido de la facultad. 

Justamente la primera tarde vino un hombre joven con una herida en la pantorrilla que sangraba abundantemente. Sabía perfectamente cómo suturársela, pero era tan novato, me sentía  tan inseguro y me puse tan nervioso, que cuando llegó el momento de llenar la jeringuilla con la anestesia no hice bien el movimiento seco para romper el cuello de la ampolla, se me chafó el cristal entre los dedos y un fragmento se me clavó en el pulpejo del índice de la mano derecha. El dolor fue tremendo pero tenía al herido tendido boca abajo sobre la camilla y no podía montar ningún numerito. Así que me tuve que hacer el fuerte y disimular. 

Me saqué el cristal del dedo y me lo rodeé con una gasa. Cogí otra ampolla —esta vez la abrí bien—, llené la jeringuilla y le puse varias inyecciones alrededor de la herida para anestesiársela, mientras de mi dedo goteaba mi propia sangre a través de la gasa, que se mezcló con la que le brotaba al pobre hombre, que por suerte no se dio cuenta de nada. Suspiré aliviado. Había que esperar unos minutos a que el medicamento le hiciera efecto y aproveché para meterme en la cocina. Me lavé la mano ensangrentada en el chorro del grifo, me la sequé y me desinfecté la herida con Tintura de Yodo. Me rodeé el dedo con un esparadrapo bien apretado, me puse unos guantes estériles y procedí a suturarle la herida a aquel joven.

Recuerdo que la mujer del médico al que sustituía me dijo que podía comer lo que quisiera de lo que había en la nevera. Al abrirla encontré una gran sobrasada ya empezada hecha con el sigma-recto del cerdo, lo que en Mallorca llamamos "culara". Estaba tan buena que si la sustitución llega a durar una semana más me la acabo yo solito.

Bueno, basta ya de batallitas de juventud. Hoy quiero compartir con vosotros la elaboración del embutido balear por excelencia, la sobrasada, que si no me falla la memoria es una herencia de Sicilia. Hace unos días me llevé un tremendo susto al leer la etiqueta de una sobrasada comercial. La absurda e irresponsable legislación europea obliga a los fabricantes de embutidos a añadir un montón de aditivos a la carne, convirtiendo unos alimentos sanos y deliciosos en un cóctel de venenos, algunos de ellos con acción endocrina y mutágena y otros cancerígenos: antioxidantes E-301, E-320 y E-321, emulgentes E-450i y E-450iii, conservante E-252, Lactosa, Sacarosa, Dextrosa, o sea, casi más química que carne.

Pasta de sobrasada recién elaborada sin aditivos. Para 750 gramos de carne magra de cerdo, que esta tarde he comprado como bistecs y luego he pedido a la carnicera que me los picase con dos pasadas para que la pasta quedase bien fina, he añadido unos 20 gramos de sal, unos 75 gramos de pimentón dulce y una pizca de pimienta negra molida. No le he añadido pimentón picante porque no me gusta, aunque la verdad es que es preferible añadírselo, pues la capsaicina es un buen conservante natural. Hay que amasarla un buen rato con las manos bien limpias. Luego se echa un poco en una sartén, se fríe y se prueba. Si le falta sal o un poco más de especias se le añaden al gusto.

Hace cincuenta años la sobrasada se hacía sin conservantes ni antioxidantes. A la carne finamente triturada simplemente se le añadía sal al gusto, pimentón dulce en abundancia, un poco de pimentón picante para las longanizas "coentes" (picantes) y un pelín de pimienta negra, también a gusto del consumidor. Nada más. Y las sabrasadas duraban perfectamente comestibles y deliciosas hasta cuatro años ¡sin nevera!, tanto que se las solía llamar "sobrassada vella" (vieja) y eran una verdadera delicatessen. Tenían una gruesa capa de moho gris que las conservaba y les confería un delicioso bouquet añejo ligeramente amargo. A mi me encantaba merendar dos rebanadas de pan moreno con una gruesa tajada de sobrasada vieja. ¡Hace tanto tiempo que no la pruebo...!

Para conservarla, con los modernos frigoríficos no hace falta meterla en intestinos. Yo la he metido en este recipiente herméticamente cerrado, y la iré consumiendo en las próximas semanas. 

Ya que se acercaba la hora de cenar, con la sobrasada recién hecha he preparado un delicioso plato agridulce típicamente mallorquín: "Sobrassada amb mel" (Sobrasada con miel). 

Su elaboración ya no puede ser más sencilla. Se echa sobrasada en una sartén antiadherente, se le añade una cucharada de miel, se sofríe bien sin dejar de remover y en un momento tenéis una deliciosa cena para chuparse los dedos.


¡¡¡Buen provecho amigos!!!


jueves, 23 de enero de 2014

Mi tatarabuela judía conversa Catalina

Un entrañable recuerdo que me contó mi abuelo

Antes de proseguir con la lectura, recomiendo leer este inciso aclaratorio, dirigido sobretodo a los no mallorquines:

(En Mallorca a los descendientes de los judíos conversos hasta no hace muchos años se les llamaba despectivamente xuetes. Mi tatarabuela era una xueta. Los cristianos viejos de linaje puro evitaban casarse con ellos, aunque su supuesta limpieza de sangre era mentira. Prácticamente no existe ningún mallorquín, cuyos antepasados lleven varias generaciones en la isla, que no tenga algún ancestro moro o  judío. Los apellidos hablan por si solos y la historia también. Hasta el año 1693 estuvieron expuestos en el claustro de la Iglesia de Santo Domingo de Palma de Mallorca un total de 115 sambenitos de judaizantes ajusticiados y/o represaliados por la Santa Inquisición. Cada sambenito se correspondía con un apellido. En dicho año 1693 la Suprema Inquisición de Madrid ordenó la renovación de los 115 sambenitos que estaban muy deteriorados por el paso del tiempo. La Inquisición de Mallorca se opuso a esta medida, sobornada con suculentas cantidades de dinero por los judíos conversos que ansiaban borrar para siempre el estigma que les marcaba. Sus presiones y sobornos lograron su objetivo y cien sambenitos fueron retirados del claustro y destruidos para siempre, cien apellidos que por la fuerza del dinero dejaron de ser considerados xuetes. Sólo se renovaron 15 sambenitos, los que se correspondían con los judaizantes ajusticiados en la hoguera por la Inquisición de Mallorca desde el año 1675 hasta 1693. Los 15 apellidos de estos sambenitos, verdaderos chivos expiatorios de los otros cien, fueron considerados a partir de entonces como únicos linajes xuetes y sus portadores y descendientes sufrieron la persecución y la discriminación despiadada de los demás mallorquines, incluidos los conversos liberados de su sambenito. Para que os hagáis una idea de la magnitud de la infamia, en pleno genocidio de los judíos de Europa a manos del Nazismo, Hitler solicitó a Franco una lista de los apellidos xuetes de Mallorca para una futura "limpieza" y nuestro Generalísimo se la mandó, incluyendo los 100 apellidos eliminados del claustro de Santo Domingo. Para no herir sensibilidades ni ofender a nadie me abstengo de exponer aquí los 115 apellidos de la infame lista nazi.)

Los padres de Catalina Gual Albons, mi tatarabuela judía conversa de Felanitx, no podían aguantar más, el vaso ya rebosaba. Estaban desesperados. Tanta hambre, tanta miseria y tanto desprecio de sus vecinos de "sangre limpia" les habían llevado a una situación insoportable. En la barriada de Felanitx donde vivían, el gueto de judíos conversos del pueblo (Call de xuetes en mallorquín), todos los vecinos lo pasaban muy mal, pero se ayudaban entre ellos compartiendo lo poco que tenían. 

El padre de Catalina era  colchonero. Se llamaba Joan. Con su mujer María deshacían los colchones sacando la lana de la tela que la contenía, luego la lavaban con lejía de cenizas, la ponían al sol y cuando estaba bien seca, la extendían sobre una gran sábana de hilo de cáñamo, y Joan le daba una buena tunda con un palo de acebuche hasta que estaba bien esponjada y mullida. Entonces llenaban la tela con la lana limpia, compartiéndola bien por todos los recovecos, y cosían el colchón con hilo de algodón blanco. Tres o cuatro días de penoso trabajo por sólo tres reales de vellón, y todavía lo encontraban caro los cristianos viejos. Como propina siempre les acababan lanzando el típico insulto racista de "xuetonarros". El equivalente en Castilla sería “marranos”. 

Con lágrimas en los ojos Joan reunió a su mujer y a su hija y les dijo: "María, Catalina, tenemos que partir a la aventura a buscarnos el pan lejos del pueblo, no tenemos otra salida. Aquí moriremos de hambre". "Ay Virgencita Santa, qué será de nosotros" —exclamaron ellas llorando desconsoladas.


Con el corazón en un puño recogieron lo poco que tenían, lo cargaron en un carro de rueda llena tirado por un asno viejo y partieron a la aventura sin norte. Pasaron por el vecino pueblo de Porreres, pero cuando los porrerenses les escucharon hablar con su típica È del gueto de judíos conversos de Felanitx, diferente a la É de los felanigenses de sangre limpia, supieron enseguida de dónde eran y les mandaron a cribar humo. Se paraban en todos los cortijos que veían, pero nadie les quería dar ni trabajo ni morada. Catalina lloraba porque tenía mucha hambre y sólo llevaban dos docenas de higos secos. Pasaron por Montuiri y tampoco tuvieron suerte. Nadie necesitaba ni jornaleros ni criadas. 

El día acababa, la oscuridad ya se había hecho la dueña y empezaba a hacer frío. Había allí cerca una encina gigantesca tan alta que bajo su copa cabía un carro. Desguarnecieron el asno, lo ataron a un acebuche con una cuerda larga para que pudiera pacer y llenarse la barriga, y ellos extendieron una manta sobre la hojarasca de la encina y se echaron sobre ella con una tristeza inconmensurable en el alma y un espantoso vacío de hambre en su vientre que les retorcía las tripas. Se cubrieron con otra manta, se metieron un higo seco en la boca para engañar al hambre y se desearon buenas noches sin cenar.


Catalina se echó de lado y notó que bajo su manta había una piedra. La tocó con la mano y fue una bellota como un huevo de paloma. 

—Madre, he encontrado una bellota bajo la manta. 

—Pruébala y si está amarga no te la comas, que te hará daño.

La niña le dio un mordisco y su pulpa blanca fue más dulce que un azucarillo. Con la dolorosa hambre que sentían en sus entrañas dieron una patada a la manta y a oscuras, tanteando el suelo con las manos, recogieron un almud de bellotas. Ya tenían para cenar. Os aseguro que su dentadura echaba humo. En una exhalación, como quien ve pasar una estrella fugaz, se las zamparon todas, y con la barriga bien llena durmieron toda la noche a pierna suelta como lirones.


Al día siguiente al alba se levantaron muy animados, recogieron dos almudes de bellotas dulces para pasar el día y, cuando partían, vieron a lo lejos un manzano tardío cargado de frutos. 

—Madre, ¿puedo ir a coger media docena de manzanas? 

—Catalineta, las manzanas no son nuestras. Si su dueño nos ve robándoselas podemos tener un disgusto. Somos judíos conversos y pobres, pero no ladrones. Recuérdalo siempre. 

—María, deja que la niña vaya a buscar unas cuantas manzanas para ella, no seas así —le dijo su marido.

Catalina bajó del carro de un salto y corrió hacia el manzano. Estaba cargado de fruta. Las ramas le colgaban hasta el suelo de tanta que llevaba. La niña se acordó de sus padres y, para que ellos también las pudieran probar, arrancó cuatro hojas grandes de una rama baja de una higuera que había allí cerca y con media docena de palitos de brezo seco hizo una cestita. La llenó de manzanas y volvió al carro cantando de contenta.


Me voy a la aventura a recorrer mundo,
con mi padre, mi madre y un burro viejo.
Soy tan pobre que ni tengo pan duro,
 para llenar mi estómago hambriento,
pero sé hacer cestas bien bonitas,
con cuatro hojas cosidas
y unos palitos secos.


Joan y María la miraban y sonreían, pero en su corazón de padres lloraban. "¿Qué será de nuestra hijita cuando nosotros faltemos?" —se decían uno al otro susurrando. La niña subió al carro y ofreció una manzana en primer lugar a su padre y a continuación a su madre, acercándoles la cestita. "Probadlas. Son un poco acidas y alguna tiene gusanos, pero a mí se me antojan muy buenas".


Partieron hacia Algaida pensando que aquel pueblo estaba tan lejos de Felanitx, que nadie les conocería y tal vez tendrían suerte. Llegaron al hostal de Can Mateu, pararon el carro, y Joan bajó para preguntar a los amos si sabían de algún cortijo donde necesitasen jornaleros o criadas. Justamente había un hombre charlando con el amo, que era pariente del dueño del cortijo de Can Merris, y cuando escuchó a Joan le dijo: 

—Buen hombre, habéis venido a preguntar a un buen sitio. Yo os puedo ayudar. Mi primo de Can Merris ha quedado solo en el mundo. Ayer enterró a su madre y hace tres meses a su padre. Ya tiene tres jornaleros, pero le vendría muy bien una criada que le adecentase la casa.

—¿Y por donde queda Can Merris?

—Id hacia la plaza del pueblo y preguntad allí. Todo el mundo conoce su paradero. 

 

Joan tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para no echarse a llorar, tan grande era la alegría que sentía en su corazón. Dio un abrazo a aquel hombre y otro al amo del hostal y corrió hacia el carro. "Un hombre me ha dicho que en un cortijo necesitan una criada. El amo está solo y no tiene a nadie que le lleve la casa. Vamos enseguida, y que el Buen Jesús y la Virgen María nos acompañen en el camino". Maria y Catalina se echaron a llorar de alegría. "Gracias, Purisimita Santa". Por fin tenían una esperanza para escapar del hambre y la miseria.


—¡Buenos días nos dé Dios, buen hombre! ¿Sois el amo de Can Merris?

—Buenos días. Sí, por él me tengo.

—Nos han dicho que necesitáis una criada. 

—Y tanto que la necesito. Ayer enterré a mi madre y ahora estoy solo en el mundo. ¿Acaso buscáis trabajo?

—Para eso hemos venido. Si a vos os parece bien, nos gustaría trabajar, yo de jornalero y mi mujer y la niña de criadas.

—Ya lo creo, bien del todo, no podíais llegar en mejor momento. Y la niña, ¿está soltera? 

—Sí, bien soltera está ella. 

—Yo también estoy soltero, y todo el mundo me dice que me case, que me busque a una mujer que me cuide y me haga compañía. 

—La niña sólo tiene trece años, pero si tenéis un poco de paciencia y a ella le parece bien, dentro de un año os podréis casar. 

—Me dáis una alegría. ¿Y cómo se llama, si se puede saber y no es demasiado preguntar?

—Le pusimos Catalina al bautizarla, como mi difunta madre en paz descanse.


A Catalineta aquel jovenzuelo diez años mayor que ella le cayó bien, le entró por el ojo derecho. Le parecía un sueño de príncipes y princesas convertirse en la señora de Can Merris, una judía conversa que no tenía donde caerse muerta, casada con el dueño de un gran cortijo. Sonaba bien. A su padre también le cayó bien Monserrate de Can Merris y más cuando supo que su apellido era Oliver. Todo el mundo en Mallorca conoce el dicho: "Oliver, xueta vertader". Así se conservaba la raza, pero Joan no se lo dijo a Monserrate para no ofenderlo, pues precisamente el sambenito Oliver fue uno de los que fueron eliminados del claustro de Santo Domingo.


La casa era tan grande que hubo sitio para todos. No hizo falta que durmiesen en el pajar. María y Catalineta enseguida se pusieron a adecentar la casa, luego prepararon un excelente guiso con la carne de dos pichones y antes de acostarse limpiaron la artesa, echaron en ella medio saquito de harina de trigo, agua y un poco de levadura y amasaron bien la mezcla. Les salieron media docena de panes, que dejaron leudar toda la noche cubiertos con una manta. 

Al alba Joan y María se levantaron sin pereza. Se lavaron la cara con agua fresca, llenaron el horno con haces de leña de almendro, les prendieron fuego y, cuando las paredes y el techo del horno estuvieron bien blancos, metieron los panes. Una hora más tarde sacaron el primero bien tostado que desprendía un aroma delicioso, y Catalina se lo llevó al amo para que desayunase. A Monserrate le gustó tanto aquel detalle, que abrió el cajón de un cantarano, sacó una sortija de oro con piedras preciosas, que había pertenecido a su difunta madre, y se la puso a Catalina en un dedo de su mano derecha, diciéndole: "A partir de ahora tú eres la señora de Can Merris".


Fueron un matrimonio bien avenido y tuvieron un hijo, Macià, que murió muy joven de tuberculosis, y tres hijas, Margalida, Maria y Catalina. La más pequeña, Catalina Oliver Gual, que como tercera hija llevaba el nombre de su madre, fue la madre de mi abuelo de Can Menut, el padre de mi madre, que también se llamaba Catalina como su bisabuela judía conversa de Felanitx.
  

Monserrate Oliver de Can Merris murió en 1913 a la edad de cincuenta años y su mujer felanigense, la niña judía conversa que pasó tanta hambre, vivió ochenta años y tuvo tiempo de conocer a sus nietos y también de enterrar a su tercera hija Catalina, mi bisabuela, que murió del sarampión con cuarenta años, sólo veinte días después que su hijo Monserrate que, antes de morir a los dieciséis años, contagió el sarampión a su madre. Da escalofríos pensar en el drama que vivió la familia.

Al morir su madre, mi abuelo se quedó solo con su padre, ya que su hermana mayor se había casado hacía unos meses y además vivía lejos, y no tuvo más remedio que buscarse a una mujer para que cuidase de la casa, de su padre y de él mismo. En este enlace explico la historia---> Semillas de pulga, el ajuar de mi abuela materna.



miércoles, 22 de enero de 2014

Cómo hacer una cestita con una hoja de higuera

Un recuerdo entrañable de mi abuelo paterno

Cuando era un chiquillo, hace cincuenta años, no había la barbaridad de bolsas de plástico que hay hoy en día. A mí me gustaban mucho las moras de zarzamora. Eran una golosina y para llevarlas mi abuelo en paz descanse, que se llamaba como yo, mejor dicho, yo como él, me enseñó a hacer una cestita con una hoja de higuera.      


Hoja de higuera de la variedad mallorquina Blava (azul) que produce dos cosechas al año: una de brevas en junio y otra de higos en agosto. 


Doblaba hacia arriba la punta de la hoja y luego plegaba los lóbulos laterales sobre la punta, lo fijaba con un palito como si fuera una aguja imperdible y quedaba como una cestita. 


Cabían dentro muchas moras que yo me comía después una a una como si fueran palomitas de maíz en el camino de vuelta a casa, montados los dos en el carro tirado por Margarita, una burrita diminuta muy peluda y dócil de raza mallorquina que yo quería con delirio. 

 

Su recuerdo entrañable permanecerá para siempre en lo más sagrado de mi memoria. Mi abuelo se fue, la burrita también, ahora hay más bolsas de plástico que hojas de higuera y coger frutos de zarzamora ya no es un divertido juego de niños. 

 

Mi abuelo paterno y yo hace 55 años en el corral de la casa donde nací y me crié. 


Nació en 1893 y murió en 1975. Su oficio era carpintero, que aprendió como mozo construyendo molinos de viento en el cercano pueblo de Sant Jordi. Cuando a los 23 años creyó que ya estaba preparado para abrir su propia carpintería, se despidió de su maestro al que apreciaba como a un padre y volvió a su pueblo natal. Era tan habilidoso que él mismo hacía sus propias herramientas.

 

Recordar estas cosas de mi infancia me duele en el corazón. Me gustaba tanto ir al campo con mi abuelo . . . Me enseñó tantas cosas . . . Yo le hacía preguntas y más preguntas: "¿Y este árbol cómo se llama, abuelo? Y él me respondía: "Es un ciruelo de frare roig (fraile rojo). Lo injertó mi abuelo en paz descanse cuando yo era un niño como tú. Se llamaba Tomeu y era muy pobre. Su padre era alfarero y se llamaba Guillem. Vivían en un pueblo vecino muy pequeño llamado Olleries."


Cada año por la feria del pueblo venían padre e hijo con dos carros cargados a rebosar a vender sus productos de barro cocido. Amortiguaban los golpes de los baches del camino sin asfaltar interponiendo mucha paja entre las piezas de alfarería.

 

Un año mi abuela Margalida (habla mi abuelo Joan de su abuela que nació hacia el año 1830), que era hija única y heredera de un gran cortijo llamado Son Fullana, acudió con su madre a feriar a la plaza del pueblo. Margalida quería comprar un macetón para sembrar una palmera. "Mumare, no mireu ses olives de Sóller que noltros ja en tenim per regalar i per vendre, veniu amb jo a triar un cossiol a aquella parada d'ollers." (Madre, no miréis las aceitunas de Sóller que nosotros ya tenemos para regalar y vender, venid conmigo a escoger una maceta en aquella parada de alfareros.) (En Mallorca los jóvenes de los pueblos todavía hoy en día tratan de VOS a los mayores en señal de respeto en la entrañable lengua mallorquina, variante del catalán ancestral que casi no ha cambiado en 800 años)

¡Ay, cuando Margalida vio a Tomeu, el alfarero joven y Tomeu vio a Margalida, cómo se gustaron! Ella, bien curra, ataviada con el vestido de los domingos con un velo blanco de soltera bordado con flores rojas y la cara enharinada para parecer más blanca y fina y él, alto, guapote, de osamenta grande, ojos despejados y una sonrisa tan embrujadora que Margalida quedó fulminantemente enamorada. Tuvieron que esperar todo un largo año a la siguiente feria para volverse a ver. Margalida lo tenía muy claro: "O me cas amb aquest oller o me faig monja tancada" (O me caso con este alfarero o me hago monja de clausura.)

El día de la feria se levantó muy temprano al alba justo cuando empezaba a clarear, se vistió bien guapa con su falda almidonada, su chal celeste bordado con las estrellas del firmamento, su velo de soltera, sus medias blancas como la nieve y sus zapatos negros con dos dedos de tacón. Se volvió a enharinar la cara, se frotó unas gotas de esencia de rosas en su pelo castaño y del brazo de su madre acudió a su esperada cita en la parada del alfarero. "Mumare, m'heu d'ajudar. S'oller jove ha de venir amb noltros a sa possessió avui mateix i sigui com sigui ha de quedar a Son Fullana com a llaurador." (Madre, me tenéis que ayudar. El alfarero joven tiene que venir con nosotras al cortijo hoy mismo y sea como sea debe quedar en Son Fullana como mozo de labranza.)


Cuando estuvieron delante de la parada de los alfareros, Margalida y Tomeu se miraron a los ojos, se leyeron el alma, pensaron lo mismo, sintieron lo mismo, se sonrieron con complicidad y el muchacho les dijo: 

¿Quieren alguna tacita las señoras de Son Fullana? Las tengo muy finas y delicadas. (En mallorquín "Son" delante de un nombre significa cortijo, posesión, etc.., lo que en catalán peninsular llaman "Mas").

¿Y tú cómo sabes que somos de Son Fullana? le espetó la madre.

Me lo ha dicho un mirlito blanco por el camino. —le contestó Tomeu con una sonrisa encantadora.

A Margalida le hizo mucha gracia su respuesta y se echó a reír. Le gustaba tanto Tomeu . . . A la madre no le hizo ninguna gracia, pensó que se mofaba de ella, pero había prometido a su hija que la ayudaría a conseguir al muchacho, hizo un esfuerzo, se tragó el orgullo y le preguntó:

Escucha, alfarero, ¿te gustaría trabajar en Son Fullana?

Si me lo pide vuestra hija, sí.

Vaya sinvergonzón, no corras tanto.

Margalida estaba encantada. Sólo faltaba convencer a su padre. Nadie sabe cómo lo hicieron, qué astucias de mujer utilizaron, pero a Tòfol de Son Fullana le cayó tan bien Tomeu que lo contrató enseguida como mozo de labranza. Viviría en el cortijo y por la noche dormiría en el pajar envuelto en una manta. Tòfol siempre había deseado tener un hijo varón. 

Tomeu era muy trabajador y muy avispado y pronto ascendió de mozo a capataz. Una madrugada se montó a los lomos de una mula y fue a buscar a su padre para que pidiera a Tòfol la mano de su hija. Los dos futuros consuegros congeniaron enseguida. Guillem le dijo la verdad, que era muy pobre, tenía muchos hijos y no podía aportar nada al matrimonio. A Tòfol no le importó. Se había encariñado con el muchacho. 

Sólo un año después de llegar al cortijo el humilde alfarero se casó con la rica heredera de Son Fullana en la Ermita de la Mare de Déu de Castellitx, que 600 años atrás había sido una mezquita musulmana. Margalida lo había conseguido, ya tenía lo que quería. Fueron un matrimonio bien avenido y tuvieron ocho hijos, cuatro varones y cuatro hembras. Uno de los varones fue el padre de mi abuelo.

Cestita llena de ciruelas de frare roig, frutos de un árbol injertado con una estaca del viejo ciruelo de mi tatarabuelo alfarero, que en paz descanse.

Cestita llena de deliciosos albaricoques.

Cestita llena de moras de zarzamora. Como podéis ver a ésta le he puesto dos palitos para que quede más hermética, pero con uno solo suele ser suficiente.