Hace 50 años en Mallorca la matanza del cerdo era una gran fiesta para cualquier familia de la isla. A mí me gustaba mucho observar todo cuanto hacían los mayores con el cerdo. Lo único que no podía soportar era ver cómo lo mataban. Aquella puñalada brutal directa al corazón me aterrorizaba y los gruñidos, al principio de dolor y pánico y luego agónicos del pobre animal, me provocaban pesadillas. A esto los psicólogos lo llaman empatía, y era precisamente este sentimiento, el ponerme en la piel del puerco y sentir lo que él sentía, lo único que realmente me angustiaba de todo el festejo. Tenía yo entonces unos siete años. Para no verlo y al mismo tiempo para que no me acusasen de miedica me hacía el fuerte y con astucia decía que yo le aguantaría la cola. De esa manera no veía más que el trasero del cerdo y, cuando dejaba de moverse, ya sabía que aquel asesinato con premeditación, nocturnidad y alevosía había concluido.
Entonces me desplazaba hacia el otro lado de la banqueta para ver la cabeza, entre pálida y amoratada, del cadáver de la víctima del delito. No se me pasaba ningún detalle: los ojos entreabiertos y llorosos, la lengua colgante y babeante, el terrible agujero de la puñalada que todavía rezumaba sangre y sobre todo el barreño de arcilla cocida lleno de sangre humeante cubierta de espuma. Nunca me ha impresionado la sangre, sólo el sufrimiento.
Cuando dieciseis años después me licencié en medicina en Barcelona, recuerdo que uno de mis primeros trabajos fue una sustitución de tres semanas en un pequeño pueblo de montaña de Mallorca. No tenía ni siquiera el carné de conducir. Para atender las visitas a domicilio me desplazaba por el pueblo con una mobilette que mi madre me había prestado. Por las tardes y noches vivía, hacía las guardias y atendía las urgencias en la misma casa del médico a quién sustituía. Os aseguro que estaba realmente acojonado con mis veintitrés añitos y recién salido de la facultad.
Justamente la primera tarde vino un hombre joven con una herida en la pantorrilla que sangraba abundantemente. Sabía perfectamente cómo suturársela, pero era tan novato, me sentía tan inseguro y me puse tan nervioso, que cuando llegó el momento de llenar la jeringuilla con la anestesia no hice bien el movimiento seco para romper el cuello de la ampolla, se me chafó el cristal entre los dedos y un fragmento se me clavó en el pulpejo del índice de la mano derecha. El dolor fue tremendo pero tenía al herido tendido boca abajo sobre la camilla y no podía montar ningún numerito. Así que me tuve que hacer el fuerte y disimular.
Me saqué el cristal del dedo y me lo rodeé con una gasa. Cogí otra ampolla —esta vez la abrí bien—, llené la jeringuilla y le puse varias inyecciones alrededor de la herida para anestesiársela, mientras de mi dedo goteaba mi propia sangre a través de la gasa, que se mezcló con la que le brotaba al pobre hombre, que por suerte no se dio cuenta de nada. Suspiré aliviado. Había que esperar unos minutos a que el medicamento le hiciera efecto y aproveché para meterme en la cocina. Me lavé la mano ensangrentada en el chorro del grifo, me la sequé y me desinfecté la herida con Tintura de Yodo. Me rodeé el dedo con un esparadrapo bien apretado, me puse unos guantes estériles y procedí a suturarle la herida a aquel joven.
Recuerdo que la mujer del médico al que sustituía me dijo que podía comer lo que quisiera de lo que había en la nevera. Al abrirla encontré una gran sobrasada ya empezada hecha con el sigma-recto del cerdo, lo que en Mallorca llamamos "culara". Estaba tan buena que si la sustitución llega a durar una semana más me la acabo yo solito.
Bueno, basta ya de batallitas de juventud. Hoy quiero compartir con vosotros la elaboración del embutido balear por excelencia, la sobrasada, que si no me falla la memoria es una herencia de Sicilia. Hace unos días me llevé un tremendo susto al leer la etiqueta de una sobrasada comercial. La absurda e irresponsable legislación europea obliga a los fabricantes de embutidos a añadir un montón de aditivos a la carne, convirtiendo unos alimentos sanos y deliciosos en un cóctel de venenos, algunos de ellos con acción endocrina y mutágena y otros cancerígenos: antioxidantes E-301, E-320 y E-321, emulgentes E-450i y E-450iii, conservante E-252, Lactosa, Sacarosa, Dextrosa, o sea, casi más química que carne.
Pasta de sobrasada recién elaborada sin aditivos. Para 750 gramos de carne magra de cerdo, que esta tarde he comprado como bistecs y luego he pedido a la carnicera que me los picase con dos pasadas para que la pasta quedase bien fina, he añadido unos 20 gramos de sal, unos 75 gramos de pimentón dulce y una pizca de pimienta negra molida. No le he añadido pimentón picante porque no me gusta, aunque la verdad es que es preferible añadírselo, pues la capsaicina es un buen conservante natural. Hay que amasarla un buen rato con las manos bien limpias. Luego se echa un poco en una sartén, se fríe y se prueba. Si le falta sal o un poco más de especias se le añaden al gusto.
Hace cincuenta años la sobrasada se hacía sin conservantes ni antioxidantes. A la carne finamente triturada simplemente se le añadía sal al gusto, pimentón dulce en abundancia, un poco de pimentón picante para las longanizas "coentes" (picantes) y un pelín de pimienta negra, también a gusto del consumidor. Nada más. Y las sabrasadas duraban perfectamente comestibles y deliciosas hasta cuatro años ¡sin nevera!, tanto que se las solía llamar "sobrassada vella" (vieja) y eran una verdadera delicatessen. Tenían una gruesa capa de moho gris que las conservaba y les confería un delicioso bouquet añejo ligeramente amargo. A mi me encantaba merendar dos rebanadas de pan moreno con una gruesa tajada de sobrasada vieja. ¡Hace tanto tiempo que no la pruebo...!
Para conservarla, con los modernos frigoríficos no hace falta meterla en intestinos. Yo la he metido en este recipiente herméticamente cerrado, y la iré consumiendo en las próximas semanas.
Ya que se acercaba la hora de cenar, con la sobrasada recién hecha he preparado un delicioso plato agridulce típicamente mallorquín: "Sobrassada amb mel" (Sobrasada con miel).
Su elaboración ya no puede ser más sencilla. Se echa sobrasada en una sartén antiadherente, se le añade una cucharada de miel, se sofríe bien sin dejar de remover y en un momento tenéis una deliciosa cena para chuparse los dedos.
¡¡¡Buen provecho amigos!!!