Tercer capítulo
El cariño casi cándido de adolescente enamorado, la sensibilidad llena de ternura y el respeto tan exquisito que Taufik le había demostrado habían conseguido devolver la dignidad y la alegría de vivir a Zulema. Ya no caminaba cabizbaja, como encogida, mústia, triste, con el alma en pena, escondiendo su hermoso rostro y sus dulces ojos llenos de embrujo con un velo blanco, siempre sujeto con una mano a la altura de la boca para asegurarse de cubrir lo más bonito de su ser.
Ahora era una joven orgullosa de si misma y de sus orígenes que caminaba
mirando al frente, erguida, digna, sin avergonzarse de lo
que era, una mora de piel oscura como su abuela africana, casi tan
morena como su tata Nahina, la vieja esclava sudanesa alta y esbelta de
la etnia dinka, tan querida y respetada por Musarraf y Habiba que más
que una esclava era como una abuela, un miembro más de la família.
Nahina era la dulzura hecha mujer. Zulema la adoraba. Llevaba su entrañable recuerdo tan metido en el alma que a veces se sentía culpable por quererla y recordarla más que a su verdadera madre, por echarla de menos a todas horas, tanto como a su añorado padre. La ausencia de ambos le impedía ser feliz. Encerrada casi todo el dia en la casita blanca que le había comprado Taufik, se sentía espantosamente sola y desamparada, y un doloroso vacío le oprimía el pecho y no la dejaba respirar.
Habiba, la muchacha de noble linaje que Musarraf había ido a buscar a la cercana Ibn Muhammad (Benamahoma) para hacerla su esposa, la había concebido, parido y amamantado, pero quien realmente la había criado era Nahina, su dulce tata, que vivía sólo para ella, dedicada a su niña en cuerpo y alma para que tuviera la más feliz de las infancias. La llevaba encima a todas partes, casi siempre envuelta en una tela sobre su espalda o apoyada en una de sus caderas. La bañaba en agua de rosas cantándole bellísimas canciones del Nilo en su lengua dinka y le frotaba el cuerpo con manteca de vaca con sus manos negras de largos dedos, suaves y amorosas, que enloquecían de placer y felicidad a su niña Zulema. A Musarraf y Habiba se les humedecían los ojos de alegría viendo a su adorada hijita reir a carcajadas por las cosquillas que le hacía su tata.
Nahina había aprendido esta costumbre de las mujeres de su tribu, cuyos niños rebosaban de salud con sus cuerpecitos rollizos y brillantes por la grasa aromatizada con esencias de azahar, tomillo, romero y espliego, que compraban a mercaderes nómadas venidos de la norteña y lejana costa mediterránea. Sabían de una manera instintiva que la grasa y las esencias protegían a sus bebés de las infecciones y las picaduras de moscas y mosquitos. Zulema se lo había prometido a si misma cientos de veces: "Si un día tengo un hijo lo criaré como mi tata Nahina lo hizo conmigo".
Tras siete meses de duro trabajo la estructura del palacio que Taufik construía para Zulema estaba por fin acabada. Faltaba cubrir las paredes exteriores e interiores de mosaicos de azulejos multicolores y adornar las vigas de la techumbre de las habitaciones con un artesonado de arabescos de madera, pero ni Taufik ni sus amigos libertos sabían cómo hacerlo. Habían sido esclavizados en su infancia y obligados a trabajar en lo que les mandasen, sin enseñarles ningún oficio. Lo poco que recordaban de los antiguos palacios musulmanes se difuminaba en sus mentes mezclado con dolorosos y terroríficos recuerdos.
El cariño casi cándido de adolescente enamorado, la sensibilidad llena de ternura y el respeto tan exquisito que Taufik le había demostrado habían conseguido devolver la dignidad y la alegría de vivir a Zulema. Ya no caminaba cabizbaja, como encogida, mústia, triste, con el alma en pena, escondiendo su hermoso rostro y sus dulces ojos llenos de embrujo con un velo blanco, siempre sujeto con una mano a la altura de la boca para asegurarse de cubrir lo más bonito de su ser.
Mujer de etnia dinka, como la tata Nahina de Zulema. En esta tribu las mujeres tienen la costumbre de adornar su frente con escarificaciones simétricas. Son una de las razas humanas más altas, esbeltas y bellas del planeta.
Nahina era la dulzura hecha mujer. Zulema la adoraba. Llevaba su entrañable recuerdo tan metido en el alma que a veces se sentía culpable por quererla y recordarla más que a su verdadera madre, por echarla de menos a todas horas, tanto como a su añorado padre. La ausencia de ambos le impedía ser feliz. Encerrada casi todo el dia en la casita blanca que le había comprado Taufik, se sentía espantosamente sola y desamparada, y un doloroso vacío le oprimía el pecho y no la dejaba respirar.
Habiba, la muchacha de noble linaje que Musarraf había ido a buscar a la cercana Ibn Muhammad (Benamahoma) para hacerla su esposa, la había concebido, parido y amamantado, pero quien realmente la había criado era Nahina, su dulce tata, que vivía sólo para ella, dedicada a su niña en cuerpo y alma para que tuviera la más feliz de las infancias. La llevaba encima a todas partes, casi siempre envuelta en una tela sobre su espalda o apoyada en una de sus caderas. La bañaba en agua de rosas cantándole bellísimas canciones del Nilo en su lengua dinka y le frotaba el cuerpo con manteca de vaca con sus manos negras de largos dedos, suaves y amorosas, que enloquecían de placer y felicidad a su niña Zulema. A Musarraf y Habiba se les humedecían los ojos de alegría viendo a su adorada hijita reir a carcajadas por las cosquillas que le hacía su tata.
Nahina había aprendido esta costumbre de las mujeres de su tribu, cuyos niños rebosaban de salud con sus cuerpecitos rollizos y brillantes por la grasa aromatizada con esencias de azahar, tomillo, romero y espliego, que compraban a mercaderes nómadas venidos de la norteña y lejana costa mediterránea. Sabían de una manera instintiva que la grasa y las esencias protegían a sus bebés de las infecciones y las picaduras de moscas y mosquitos. Zulema se lo había prometido a si misma cientos de veces: "Si un día tengo un hijo lo criaré como mi tata Nahina lo hizo conmigo".
Rosa silvestre muy aromática, antiguamente llamada rosa alejandrina o de Alejandría, con la que se obtiene una excelente agua de rosas.
Flores multicolores de romero. Con ellas se destila un aromático aceite esencial utilizado en perfumería y en medicina natural.
Inflorescencia de espliego, lavanda o alhucema, la Al-Husayma de los musulmanes andaluces, cuyo aceite esencial es uno de los perfumes más ampliamente utilizado desde la antiguedad.
Tomillo silvestre en flor a mediados de mayo. Con sus flores y sus brotes tiernos se obtiene una medicinal y perfumada esencia de tomillo.
Flor de azahar en mayo. Con las flores de naranjo, limonero y cidro se obtiene por maceración la llamada agua de azahar y por destilación la perfumada esencia de azahar
Tras siete meses de duro trabajo la estructura del palacio que Taufik construía para Zulema estaba por fin acabada. Faltaba cubrir las paredes exteriores e interiores de mosaicos de azulejos multicolores y adornar las vigas de la techumbre de las habitaciones con un artesonado de arabescos de madera, pero ni Taufik ni sus amigos libertos sabían cómo hacerlo. Habían sido esclavizados en su infancia y obligados a trabajar en lo que les mandasen, sin enseñarles ningún oficio. Lo poco que recordaban de los antiguos palacios musulmanes se difuminaba en sus mentes mezclado con dolorosos y terroríficos recuerdos.
Taufik no se resignaba a entregar a Zulema el palacio sin terminar, como una casa cualquiera del pueblo con unas simples paredes y un techo. Preguntaba a los moros conversos más viejos que conocía por los alrededores de Grazalema, pero ninguno sabía adornar palacios. Una mañana, triste y avergonzado por no poder cumplir la promesa que le hizo a Zulema, decidió visitar el cercano pueblo de Ubrique, que sus habitantes moriscos, conversos como el mismo Taufik, seguían llamando Ourique por la gran abundancia de manantiales de agua dulcísima que allí nacían al estar la población asentada en una hondonada rodeada de montañas.
No conocía a nadie en aquel pueblo blanco tan parecido a Grazalema. Estaba muy cansado con el cuerpo entumecido tras un largo viaje de tres días montado a lomos de una yegua. Vio allí cerca una fuente que parecía un abrevadero de animales, bebió un poco cogiendo el agua en el hueco de su mano y se sentó sobre un banco de piedra, mientras la yegua bebía a grandes sorbos aquella refrescante agua que bajaba de las montañas de rocas grises que como una muralla rodeaban el pueblo. Los ubriqueños moriscos no tardaron en rodearle llenos de curiosidad, pues eran muy contadas las visitas de forasteros. Los cristianos sin embargo, a pesar de sentir tanta curiosidad como los moros conversos, no se le acercaron pues notaron enseguida que era moro por su tez morena y sus ojos negros como el azabache. Taufik observaba divertido a los ubriqueños, pero se hacía el despistado. Los moriscos deseaban dirigirse a él hablando en su lengua musulmana para saber si era moro como ellos. Los cristianos querían saber lo mismo y observaban la escena a una cierta distancia sin perder detalle. Taufik estuvo a punto de romper a reir a carcajadas. Le hacían mucha gracia los ubriqueños que cuchicheaban entre ellos mirándole de soslayo, cada grupo en su respectiva lengua materna. Él también deseaba hablarles, preguntarles por algún artesano, pero esperó a que fueran ellos quienes le saludasen.
- Assalamu alaikum (La paz sea contigo), se atrevió a decirle muy bajito el más viejo de los moriscos.
- Wa alaikum assalam (También contigo sea la paz), le contestó él también bajito con una amplia sonrisa.
- ¿Qué buscas por aquí, muchacho?, le preguntó el moro hablando en castellano, esta vez en voz alta, pues temía las represalias de los cristianos por hablar en la lengua de los sarracenos.
- Me voy a casar y estoy construyendo un pequeño palacio en Grazalema. Necesito varios artesanos que sepan adornar las paredes con mosaicos de colores y cubrir las techumbres con arabescos de madera, pero en mi pueblo no hay nadie que sepa hacerlo. ¿Hay algún artesano moro en Ourique?, le preguntó muy serio Taufik.
- Pues sí, precisamente hay dos maestros artesanos venidos de la lejana ciudad costera de Al-Yazira al-Jadra (Algeciras) que están acabando el palacio de un rico cristiano casado con una morisca. Si hablas con ellos antes de que retornen a su ciudad y les enseñas unas cuantas monedas de oro para que sepan que puedes pagarles, a lo mejor conseguirás que vengan contigo a Grazalema. Los encontrarás yendo hacia poniente cerca de dos grandes pinos que crecen sobre una loma. Pregunta por el palacio de Don Gonzalo, le contestó el morisco.
- Shukran yazilan. Jazak Allah Khair. (Muchas gracias. Que Alá te recompense con lo mejor), le respondió agradecido Taufik en su lengua materna, desafiando con temeridad a los cristianos que habían escuchado toda la conversación.
Antes de emprender el camino hacia poniente como le había indicado el viejo morisco, Taufik descansó un rato a la fresca sombra de un alcornoque, comió un trozo de queso de cabra con almendras y piñones tostados, volvió a beber un trago de agua de aquella fuente, se montó a los lomos de la yegua y se dirigió hacia los dos imponentes pinos piñoneros que se divisaban a lo lejos coronando una pequeña loma.
Tronco de alcornoque tras la saca del corcho.
Piñones de pino piñonero cubiertos de polvillo marrón que irrita la boca de los roedores y evita así que se los coman.
Almendras de la variedad mollar que se cascan con los dedos.
En una hondonada rodeada de un espeso bosque de encinas que le impedían ver la loma preguntó por el palacio de Don Gonzalo a un muchacho que parecía cristiano.
- Buenos días, me podrías decir.....
El joven no le dejó terminar la pregunta. Había corrido la voz entre los ubriqueños que un moro de Grazalema buscaba artesanos y en pocos minutos todos los habitantes, tanto cristianos viejos como moros conversos, estuvieron al tanto de la noticia.
- Vas bien, sigue por este camino, el palacio queda cerca, -le dijo con un fuerte acento morisco.
Taufik sonrió divertido y sorprendido pues la piel blanca de aquel mozo le había hecho creer que era cristiano y le contestó:
- Jazak Allah Khair. (Que Alá te recompense con lo mejor)
El muchacho también sonrió al escuchar aquellas palabras de agradecimiento en su prohibida lengua sarracena y le contestó moviendo la cabeza mientras se dibujaba en su rostro una mueca triste:
- Fi-Aman Allah. (Que Alá nos proteja)
- Subhana Allah. (Y que sea glorificado), le contestó Taufik con resignación.
Se acercaba un numeroso grupo de cristianos armados con palos que seguían a Taufik a cierta distancia y al verlos el muchacho intentó disimular y le habló en castellano casi a gritos para que le oyeran.
- Si buscas el palacio de Don Gonzalo vas por el buen camino.
- Muchas gracias, que Dios nuestro Señor te lo pague, le contestó Taufik, hablando alto e intentando disimular su fuerte acento sarraceno, pues temía ser asaltado y asesinado por aquella horda de cristianos.
Alá le protegía. No era aquel terrible final el que le tenía preparado su destino. Los hombres pasaron de largo sin perderle de vista, mirándole a los ojos con odio y desprecio. Taufik sintió un estremecimiento de pánico que le recorrió toda la espalda pero permaneció inmovil montado sobre la yegua para que los cristianos creyeran que nos les temía.
Cuando por fin divisó el palacio, suspiró aliviado y se secó el sudor de la frente. Había pasado tanto miedo que necesitaba serenarse antes de hablar con los artesanos de Don Gonzalo. Se apeó de la yegua, se sentó sobre la hierba que crecía a la vera del camino, cerró los ojos y respiró profundamente. Un mirlo macho, ajeno al trance de Taufik, cantaba feliz sobre un higuera cercana enardecido por la testosterona primaveral, mientras su hembra incubaba cuatro huevos en un tosco nido construido sobre las enmarañadas ramas de un acebuche. Los terroríficos recuerdos de su infancia se agolparon en su mente y lloró amargamente, en silencio, como había aprendido a hacerlo. Volvió a ver a los cristianos del norte con sus estandartes, sus armaduras, sus cruces, sus escudos y sus espadas entrar en Grazalema ávidos de sangre y en lo más profundo de su cerebro retumbaron los gritos desgarradores de su madre que entre alaridos de dolor y pánico mientras le amputaban los brazos, le abrían el vientre y la decapitaban le gritaba que corriera a esconderse en la espesura del bosque de abetos. Se llamaba Zahira. En aquel preciso momento, al recordarla, se prometió a si mismo que si un dia tenía una hija le daría el nombre de su madre.
Leer la continuación en el---> Enlace al relato completo
- Buenos días, me podrías decir.....
El joven no le dejó terminar la pregunta. Había corrido la voz entre los ubriqueños que un moro de Grazalema buscaba artesanos y en pocos minutos todos los habitantes, tanto cristianos viejos como moros conversos, estuvieron al tanto de la noticia.
- Vas bien, sigue por este camino, el palacio queda cerca, -le dijo con un fuerte acento morisco.
Taufik sonrió divertido y sorprendido pues la piel blanca de aquel mozo le había hecho creer que era cristiano y le contestó:
- Jazak Allah Khair. (Que Alá te recompense con lo mejor)
El muchacho también sonrió al escuchar aquellas palabras de agradecimiento en su prohibida lengua sarracena y le contestó moviendo la cabeza mientras se dibujaba en su rostro una mueca triste:
- Fi-Aman Allah. (Que Alá nos proteja)
- Subhana Allah. (Y que sea glorificado), le contestó Taufik con resignación.
Se acercaba un numeroso grupo de cristianos armados con palos que seguían a Taufik a cierta distancia y al verlos el muchacho intentó disimular y le habló en castellano casi a gritos para que le oyeran.
- Si buscas el palacio de Don Gonzalo vas por el buen camino.
- Muchas gracias, que Dios nuestro Señor te lo pague, le contestó Taufik, hablando alto e intentando disimular su fuerte acento sarraceno, pues temía ser asaltado y asesinado por aquella horda de cristianos.
Inmenso bosque de encinas y alcornoques en la província de Cádiz.
Alá le protegía. No era aquel terrible final el que le tenía preparado su destino. Los hombres pasaron de largo sin perderle de vista, mirándole a los ojos con odio y desprecio. Taufik sintió un estremecimiento de pánico que le recorrió toda la espalda pero permaneció inmovil montado sobre la yegua para que los cristianos creyeran que nos les temía.
Cuando por fin divisó el palacio, suspiró aliviado y se secó el sudor de la frente. Había pasado tanto miedo que necesitaba serenarse antes de hablar con los artesanos de Don Gonzalo. Se apeó de la yegua, se sentó sobre la hierba que crecía a la vera del camino, cerró los ojos y respiró profundamente. Un mirlo macho, ajeno al trance de Taufik, cantaba feliz sobre un higuera cercana enardecido por la testosterona primaveral, mientras su hembra incubaba cuatro huevos en un tosco nido construido sobre las enmarañadas ramas de un acebuche. Los terroríficos recuerdos de su infancia se agolparon en su mente y lloró amargamente, en silencio, como había aprendido a hacerlo. Volvió a ver a los cristianos del norte con sus estandartes, sus armaduras, sus cruces, sus escudos y sus espadas entrar en Grazalema ávidos de sangre y en lo más profundo de su cerebro retumbaron los gritos desgarradores de su madre que entre alaridos de dolor y pánico mientras le amputaban los brazos, le abrían el vientre y la decapitaban le gritaba que corriera a esconderse en la espesura del bosque de abetos. Se llamaba Zahira. En aquel preciso momento, al recordarla, se prometió a si mismo que si un dia tenía una hija le daría el nombre de su madre.
Leer la continuación en el---> Enlace al relato completo