La muchacha más bonita del pueblo blanco de Grazalema, a pesar de haber sido bautizada como Beatriz, para todos los grazalemeños seguía siendo Zulema la mora o simplemente la mora. A ella le llenaba de orgullo que la llamasen por su verdadero nombre, aunque fuera con desprecio. Ante los cadáveres ensangrentados, mutilados y decapitados de sus padres y de su fiel esclava negra Nahina juró con todas sus fuerzas de niña que jamás perdonaría ni olvidaría a los crueles asesinos cristianos.
La habían arrancado de los brazos de su padre que, ya muerto y decapitado, la seguía sujetando con una fuerza inusitada, en un desesperado intento de proteger lo que más quería, su adorada niña Zulema. Ella se aferraba aterrorizada a las ropas ensangrentadas de su padre profiriendo unos chillidos desgarradores. Creía que también la iban a matar o con suerte sólo la violarían, pero su destino no era ni una cosa ni la otra. Cuando por fin consiguieron despegarla del cadáver de Musarraf, su pequeño cuerpo estaba tan empapado de la sangre de su padre que a los soldados cristianos se les quitaron las ganas de violarla y se la entregaron al fraile que les acompañaba en la reconquista. Con su propia sangre, no con sus brazos de padre, Musarraf había conseguido protegerla de una muerte segura.
No le fue fácil al fraile retenerla. Zulema le mordió en una mano, le dió patadas, le arañó la calva, le escupió en los ojos, le mesó la barba, le desgarró el hábito, le arrancó la cruz, le maldijo en su lengua materna, pero por suerte aquella niña tan menuda, tan poca cosa, tan llena de fiereza, le cayó en gracia al religioso y tras conseguir atarla de pies y manos se la llevó arrastrándola por el suelo con una cuerda y se la entregó como botín de guerra a su prima, la que sería desde aquel momento su nueva ama cristiana, que acompañaba a su marido en la campaña militar contra los sarracenos del sur.
Zulema llevaba el recuerdo de aquellas espantosas vivencias tan incrustado en el alma que tras once largos años seguía sin poder esbozar una simple sonrisa. Andaba siempre cabizbaja, sola, triste, melancólica, con sus ojos moros de azabache mirando al suelo, siempre al suelo, sin atreverse nunca a levantar la vista, como si hacerlo significase traicionar el doloroso recuerdo de su padre.
En Grazalema había un muchacho moro de la misma edad que Zulema que estaba secretamente enamorado de ella desde hacía mucho tiempo. Se llamaba Taufik, Fernando para los cristianos. A pesar de vivir ambos en el mismo pueblo desde que nacieron diecinueve años atrás, ella no le conocía, pues nunca miraba a los hombres.
Bellísima plaza blanca de Grazalema.
(Recomiendo ampliar la foto con un doble clic).
En Grazalema había un muchacho moro de la misma edad que Zulema que estaba secretamente enamorado de ella desde hacía mucho tiempo. Se llamaba Taufik, Fernando para los cristianos. A pesar de vivir ambos en el mismo pueblo desde que nacieron diecinueve años atrás, ella no le conocía, pues nunca miraba a los hombres.
Tras liberarse de su propia esclavitud con las monedas de oro que le ayudó a encontrar el espíritu de Musarraf, Taufik acudió unos días después a
la casa donde vivía Zulema. Le abrió la puerta el ama que acababa de
enviudar tras una corta enfermedad de su marido y al ver que era un moro
le habló con desprecio, pero Taufik no se inmutó. Sin levantar la voz le
dijo que era un hombre libre y que estaba allí para comprar a Zulema. "Mi esclava no está en venta y menos para un sucio moro como
tú", le contestó enfurecida ante tanto atrevimiento. Taufik no perdió
la compostura, extendió la mano derecha ante la vieja cristiana y
mostrándole dos grandes y relucientes monedas de oro le preguntó:
"¿Serán suficientes estas monedas?.
Aquella mujer abrió los ojos como platos, entre sorprendida y
codiciosa, se le dulcificó la voz y le contestó: "Tendrán
que ser tres monedas, mi esclava es virgen, muy trabajadora y limpia y
me hace
mucha falta". Taufik esperaba una respuesta como ésta. No se atrevió a regatear el precio por miedo a perder a Zulema. Con
semblante serio sacó otra moneda y extendió de nuevo la mano abierta hacia la cristiana. A ella se le había puesto la cara muy roja y los ojos le chispeaban de codicia. Refunfuñando cogió las tres monedas, se las
guardó entre sus ropas, se giró hacia el interior de la casa y gritó:
"Beatriz, te acabo de vender.
Sal y vete con tu nuevo amo". Al pronunciar la palabra "amo" lo hizo con
un evidente tono despectivo, pero Taufik siguió sin inmutarse. Sus once años de esclavo le habían enseñado a callar. De la oscuridad de la estancia apareció temblorosa
la muchacha que miró de soslayo a su nuevo amo y suspiró aliviada al
comprobar que no era otro cristiano, sino un mozo fuerte y hermoso, tan
moro como ella.
"Sígueme", le dijo Taufik y ambos se dirigieron hacia una casita blanca que él acababa de comprar para ella. Mientras le seguía a los preceptivos siete pasos de distancia, Zulema se fue preparando para lo que creía que Taufik haría con ella, es decir, violarla, pues ésto solían hacer los nuevos amos a las esclavas hermosas que compraban. "¡Padre mío, Madre mía, tata Nahina, ayudadme!", musitaba ella aterrorizada. El muchacho abrió la puerta de la casa, dió media vuelta y durante unos pocos segundos miró en silencio a aquel menudo ser que tanto amaba. Ella seguía a siete pasos de distancia, temblorosa y cabizbaja. Taufik hizo un gran esfuerzo para no llorar de felicidad, se tragó la saliva y le dijo: "Desde ahora eres libre. Ésta es tu casa. Me llamo Taufik, Fernando para los cristianos. Toma estas monedas de plata y cuando las acabes, dímelo y te daré más". Aquellas palabras sorprendieron a Zulema y le llegaron al corazón. "Es un hombre bueno, no me va a violar", pensó aliviada, mientras le brotaban grandes lágrimas de agradecimiento que Taufik no vio pues ella se cubría el rostro con el velo blanco."¿No las coges?", le preguntó Taufik con la mano extendida hacia ella, pero Zulema siguió inmóvil y en silencio. Entonces el muchacho se dio cuenta de los estertores de llanto de su amada, que ella intentaba disimular y no quiso violentarla más. Entró en la casa, dejó las monedas sobre una mesa y se dispuso a marcharse, pero al pasar al lado de Zulema le dijo con toda la dulzura de la que fue capaz: "No temas, yo jamás te haría una cosa así".
Unos pocos días después, cuando Zulema acudió a su querido bosque de abetos para saber qué hacían aquellos hombres allí, Taufik le pidió su mano con la hojita de hierba de terciopelo, como le había sugerido el espíritu de Musarraf hablándole en sueños. Ella comprendió que aquella era la voluntad de su padre y entonces, sólo entonces y por primera vez en once años, se atrevió a levantar la mirada del suelo para leer con sus grandes ojos de azabache los sentimientos de aquel muchacho que con tanta vehemencia le hablaba de su padre. Los emocionados, limpios y francos ojos negros de Taufik le hablaron a Zulema sin palabras desde lo más profundo de su alma y ella supo así que era noble y bueno y le aceptó como su futuro esposo.
"Sígueme", le dijo Taufik y ambos se dirigieron hacia una casita blanca que él acababa de comprar para ella. Mientras le seguía a los preceptivos siete pasos de distancia, Zulema se fue preparando para lo que creía que Taufik haría con ella, es decir, violarla, pues ésto solían hacer los nuevos amos a las esclavas hermosas que compraban. "¡Padre mío, Madre mía, tata Nahina, ayudadme!", musitaba ella aterrorizada. El muchacho abrió la puerta de la casa, dió media vuelta y durante unos pocos segundos miró en silencio a aquel menudo ser que tanto amaba. Ella seguía a siete pasos de distancia, temblorosa y cabizbaja. Taufik hizo un gran esfuerzo para no llorar de felicidad, se tragó la saliva y le dijo: "Desde ahora eres libre. Ésta es tu casa. Me llamo Taufik, Fernando para los cristianos. Toma estas monedas de plata y cuando las acabes, dímelo y te daré más". Aquellas palabras sorprendieron a Zulema y le llegaron al corazón. "Es un hombre bueno, no me va a violar", pensó aliviada, mientras le brotaban grandes lágrimas de agradecimiento que Taufik no vio pues ella se cubría el rostro con el velo blanco."¿No las coges?", le preguntó Taufik con la mano extendida hacia ella, pero Zulema siguió inmóvil y en silencio. Entonces el muchacho se dio cuenta de los estertores de llanto de su amada, que ella intentaba disimular y no quiso violentarla más. Entró en la casa, dejó las monedas sobre una mesa y se dispuso a marcharse, pero al pasar al lado de Zulema le dijo con toda la dulzura de la que fue capaz: "No temas, yo jamás te haría una cosa así".
Brote nuevo de abeto de Ronda, Abies pinsapo, el árbol majestuoso de Zulema.
Unos pocos días después, cuando Zulema acudió a su querido bosque de abetos para saber qué hacían aquellos hombres allí, Taufik le pidió su mano con la hojita de hierba de terciopelo, como le había sugerido el espíritu de Musarraf hablándole en sueños. Ella comprendió que aquella era la voluntad de su padre y entonces, sólo entonces y por primera vez en once años, se atrevió a levantar la mirada del suelo para leer con sus grandes ojos de azabache los sentimientos de aquel muchacho que con tanta vehemencia le hablaba de su padre. Los emocionados, limpios y francos ojos negros de Taufik le hablaron a Zulema sin palabras desde lo más profundo de su alma y ella supo así que era noble y bueno y le aceptó como su futuro esposo.
Desde aquel día Zulema llevaba siempre consigo la reseca hojita de terciopelo de Taufik en una pequeña talega de tela blanca, ta‘líqa decía ella en su lengua materna, colgada de su cuello. Para ella aquella insignificante hoja era el mejor regalo de prometida que le había podido hacer aquel misterioso muchacho. Cada mañana se acercaba hasta el bosque donde Taufik y sus amigos moros construían un palacio para ella, junto al viejo abeto que albergada en su tronco el alma de Musarraf. Sólo ante ellos se atrevía a levantar la vista sin avergonzarse. No les hablaba, sólo les sonreía con dulzura, especialmente a Taufik y su bellísimo rostro de princesa mora irradiaba una extraña luz que les hacía estremecer, como si ante ellos estuviera la más hermosa de las reinas, su reina, la gran reina Zulema.
Aturdidos ante tanta belleza, tanta dulzura, tanta dignidad, aquellos nobles muchachos, incluido Taufik, se postraban con veneración ante ella y pegaban su frente contra la hojarasca, mientras al unísono la saludaban como sólo se saluda a una reina: "Buenos días, Mi Señora. Aquí están vuestros siervos para serviros". Ella en su sencillez no conseguía acostumbrarse a aquel trato tan distinguido y con humildad agachaba ruborizada la cabeza e intentaba esconder bajo el velo blanco que cubría sus ondulados cabellos la amplia sonrisa que se dibujaba en su rostro y las dos lágrimas de felicidad, si, de felicidad por fin, que brotaban de sus negros ojos de azabache. Sin saber qué hacer y sin atreverse a hablarles, acababa dando una palmadita con sus manos, que ellos interpretaban como una orden de levantarse y seguir trabajando para ella, para su reina mora.
Zulema ignoraba que había sido su enamorado Taufik quien había pedido a sus amigos que la tratasen y la respetasen como a una reina. Cada madrugada nada más clarear al alba Taufik subía al monte a buscar un ramo de flores silvestres para su amada. Aquella fresca mañana de mayo en un claro de un bosque encontró unas matas de una hierba con grandes y extrañas flores rojas que se le antojaron muy bonitas, dignas de Zulema y se llevó un gran ramo a la choza donde vivía desde que había dejado de ser un esclavo. Allí llenó de agua un hermoso jarrón azul, metió dentro las flores y emprendió el camino hacia el bosque de abetos donde sus amigos libertos se afanaban levantando las paredes del palacio. Tras saludarles con afecto colocó el jarrón de flores a los pies del viejo abeto y se alejó unos metros para comprobar que se veía bonito. Luego esperó con ansia a Zulema sentado sobre unas rocas. Cuando al rato la vio acercarse toda vestida de blanco con su ligero paso de gacela no pudo evitar emocionarse y, como le había ocurrido la primera vez que ella acudió al bosque, de sus negros ojos moros brotaron dos grandes lágrimas. La quería más que a su vida.
Zulema ignoraba que había sido su enamorado Taufik quien había pedido a sus amigos que la tratasen y la respetasen como a una reina. Cada madrugada nada más clarear al alba Taufik subía al monte a buscar un ramo de flores silvestres para su amada. Aquella fresca mañana de mayo en un claro de un bosque encontró unas matas de una hierba con grandes y extrañas flores rojas que se le antojaron muy bonitas, dignas de Zulema y se llevó un gran ramo a la choza donde vivía desde que había dejado de ser un esclavo. Allí llenó de agua un hermoso jarrón azul, metió dentro las flores y emprendió el camino hacia el bosque de abetos donde sus amigos libertos se afanaban levantando las paredes del palacio. Tras saludarles con afecto colocó el jarrón de flores a los pies del viejo abeto y se alejó unos metros para comprobar que se veía bonito. Luego esperó con ansia a Zulema sentado sobre unas rocas. Cuando al rato la vio acercarse toda vestida de blanco con su ligero paso de gacela no pudo evitar emocionarse y, como le había ocurrido la primera vez que ella acudió al bosque, de sus negros ojos moros brotaron dos grandes lágrimas. La quería más que a su vida.
Scrophularia sambucifolia, llamada hierba vaquera o escrofularia de hojas de saúco, que sorprende por el gran tamaño de sus flores, fotografiada en un claro de un bosque de Grazalema.
"Eh, que está llegando", les dijo a los albañiles y todos dejaron rápidamente lo que estaban haciendo y se prepararon para recibirla. Cuando la cabecita de Zulema apareció tras unas rocas, ellos esperaron a que les regalase la dulce sonrisa de cada dia, tras lo cual la saludaron con todo el respeto y cariño, se postraron a sus pies de reina y así permanecieron hasta que ella divertida y agradecida dio una palmadita para decirles sin palabras que continuasen con su trabajo. Luego se dirigió hacia su viejo abeto, contempló unos segundos el jarrón de flores rojas de Taufik, las acarició con delicadeza, lanzó una mirada llena de ternura a su enamorado y se sentó a los pies del centenario árbol apoyándose contra su tronco. Cerró los ojos y se dispuso a sentir de nuevo en sueños el dulce abrazo de su amado padre, su olor de hombre, su aliento de hierbabuena, el calor de su cuerpo, la fuerza de sus brazos que apretaban sin hacer daño, las palabras bonitas que Musarraf le susurraba al oído y de nuevo soñó que era una niña inocente y feliz, paseando en brazos de su padre por los inmensos bosques de abetos que rodean el hermoso pueblo blanco que lleva su nombre.
Y así cada día se repetía el mismo ritual mientras las paredes del
palacio se iban elevando sobre unos sólidos cimientos de roca caliza.
Inflorescencias masculinas del abeto de Ronda, endémico de Andalucía.
Juan, muy bonito el relato ¿es tuyo? La scrophularia es preciosa, me encantan estas flores. Besitos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Teresa. Sí, el relato es mio. Coincido contigo en que esta scrophularia es muy bonita. Las flores son muy grandes comparadas con las de las otras scrophularias. Un abrazo.
ResponderEliminarHas hecho, que mi corazón de más de medio siglo, se enternezca con tan lindo relato.
ResponderEliminarLas Scrophularia de por aquí, son mucho más pequeñas.
Gracias, Jesús. Mi corazón también tiene más de medio siglo. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy enternecedor lo del medio siglo. Tambien a mi, que voy ya por los 71 me acaba de emocionar.
ResponderEliminarRealmente es hermoso y cautivador el relato.
Gracias Juan por aportarte-nos de una manera tan, pero tan cercana y conmovedora.
Un abrazo enorme.
Fantastico,cuando este año vaya a Andalucia me tendre que dar una vuelta para disfrutar de estos lugares que tan bien describes, sera un placer leer tu relato en el lugar. un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Esperança y Conchita. Me alegro mucho que os haya gustado.
ResponderEliminarConchita, cuando visites el bellísimo pueblo blanco de Grazalema vete hacia las afueras en direccción a El Bosque. Justo a la salida del pueblo a la izquierda hay un espeso bosque de pinos carrascos que antiguamente era un bosque de abetos de Ronda. Entra en el pinar que está sobreelevado por encima de la carretera y desde allí mira hacia el pueblo. Ésta es la escena del relato, sustituyendo el pinar por el abetal de Zulema.
Un fuerte abrazo a ambas.