y un coro de miles de aves llenaba aquel paraíso de cánticos de vida.
Sexto capítulo
Amanecía en Grazalema. Los rayos del sol naciente jugaban al escondite entre las ramas de los abetos y calentaban los entumecidos músculos de los pájaros tras aquella larga y fría noche de invierno. Un monaguillo hijo de padres segovianos, que había sido el primer niño cristiano nacido en Grazalema tras la reconquista, subía todavía soñoliento los doce angostos peldaños, que permitían acceder al campanario de la Iglesia de Santa María de la Encarnación. La tenue luz del alba iluminaba la pequeña campana de bronce, que tres años atrás había sido fundida y moldeada en Toledo. Felipe, que así se llamaba el joven campanero, asió la cuerda del badajo con las dos manos y tiró con fuerza para golpear repetidamente el bronce toledano. Aquella mañana, por orden del capellán, el repiqueteo debía ser rápido, enérgico y alegre, como el galope de un caballo, pues era domingo y todos los grazalemeños sin excepción debían acudir al pequeño templo a oír misa.
Taufik, los dos artesanos y los seis libertos, al igual que Zulema y la vieja Zahara, también oían la campana y se preparaban para acudir a la pequeña iglesia, que hasta trece años atrás había sido la mezquita de la Gran Zulema mora. De entre todos ellos sólo Taufik, Zulema y los libertos recordaban al muecín llamar a la oración desde el alminar de la mezquita. Ahmed y Omar, los dos artesanos de Algeciras, nunca antes habían estado en Grazalema, y la vieja Zahara había venido doce años atrás desde la lejana ciudad castellana de Burgos acompañando a sus amos tras la reconquista.
Taufik, los dos artesanos y los seis libertos, al igual que Zulema y la vieja Zahara, también oían la campana y se preparaban para acudir a la pequeña iglesia, que hasta trece años atrás había sido la mezquita de la Gran Zulema mora. De entre todos ellos sólo Taufik, Zulema y los libertos recordaban al muecín llamar a la oración desde el alminar de la mezquita. Ahmed y Omar, los dos artesanos de Algeciras, nunca antes habían estado en Grazalema, y la vieja Zahara había venido doce años atrás desde la lejana ciudad castellana de Burgos acompañando a sus amos tras la reconquista.
Alhucema (Lavandula dentata)
A los jóvenes moriscos del pueblo, que en su tierna infancia habían acompañado a su padre a orar en la mezquita, les dolía en el alma escuchar el sonido de la campana en lugar de la poderosa voz del muecín. Taufik recordaba el cariño con que su madre Zahira le bañaba en un barreño con agua caliente, le secaba y perfumaba el pelo con esencias de alhucema y jazmín, le vestía su mejor chilaba de algodón blanco, le calzaba unas pequeñas babuchas de vivos colores y ya bien arregladito, le miraba con ternura de arriba abajo con los ojos brillantes de orgullo y le besaba en la frente con dulzura como sólo una madre sabe hacerlo. Muhammad había observado toda la escena con su corazón henchido de amor de padre y esperaba a su hijo junto a la puerta de la casa. «Anda, vete con tu Ab», le decía Zahira y el niño corría hacia los brazos de Muhammad y recibía de él un cálido abrazo. Taufik era feliz, inmensamente feliz. Su progenitor le alargaba entonces la mano, él asía con su manita los grandes dedos anular y meñique de Muhammad, y los dos juntos acudían a la mezquita a orar a su dios Alá. Zahira les observaba alejarse desde la puerta de la casa y saludaba con la mano cada vez que su niño se daba la vuelta para mirarla. Muhammad sonreía feliz. Querían a su hijo con toda el alma.
Sólo unos meses después sus padres morían mutilados y decapitados a manos de los invasores del norte. En las pocas ocasiones que Taufik lo había hablado con otros moriscos, le habían aconsejado olvidar, cubrir aquellos dolorosos recuerdos con un manto negro, para que nunca más volvieran a asomarse a su mente y dejasen de atormentarlo, pero, en el fondo, los mismos que le daban estos consejos sentían en su corazón tanto o más dolor que Taufik y albergaban como él un deseo irrefrenable de venganza. Les habían robado su infancia y lo que más querían de una manera cruel y despiadada por absurdas cuestiones de religión, lengua y raza, simples y ridículas excusas para justificar una codicia y un fanatismo extremos.
Sólo unos meses después sus padres morían mutilados y decapitados a manos de los invasores del norte. En las pocas ocasiones que Taufik lo había hablado con otros moriscos, le habían aconsejado olvidar, cubrir aquellos dolorosos recuerdos con un manto negro, para que nunca más volvieran a asomarse a su mente y dejasen de atormentarlo, pero, en el fondo, los mismos que le daban estos consejos sentían en su corazón tanto o más dolor que Taufik y albergaban como él un deseo irrefrenable de venganza. Les habían robado su infancia y lo que más querían de una manera cruel y despiadada por absurdas cuestiones de religión, lengua y raza, simples y ridículas excusas para justificar una codicia y un fanatismo extremos.
Jazmín (Jasminum officinale)
Así pues, los nueve hombres, que trabajaban de sol a sol en la ornamentación del pequeño palacio mudéjar, paraban los domingos y demás fiestas de guardar para acudir resignados a oír misa y hacerse ver. De camino a la iglesia pasaban por la casita blanca donde vivían Zulema y la vieja Zahara. Taufik daba unos golpes en la puerta, ellas salían con el vestido morisco de los domingos, y todos juntos se dirigían hacia la plaza del pueblo, los varones delante y las dos mujeres detrás con la cabeza cubierta con un amplio velo blanco a modo de capa, a una distancia prudencial de los hombres para evitar habladurías entre los cristianos viejos. Ya en el templo la comitiva se separaba, los varones se sentaban a la derecha y ellas a la izquierda, lógicamente en los últimos bancos, si quedaba alguno libre, pues los primeros estaban reservados para los grazalemeños de sangre limpia y linaje puro. Como todos los moriscos, simulaban tener una gran fe y una sincera devoción, se confesaban inventándose pequeños pecados veniales para contentar al capellán y comulgaban de una manera tan piadosa, que nadie hubiera sospechado que en lo más íntimo de su alma musulmana a quien rezaban en realidad era a su dios Alá, el de sus padres masacrados.
Al salir de misa volvían a pasar por la casita de Zulema, ella recogía dos grandes cestas con la comida que había preparado con Zahara, se las daba a dos de los libertos para que las llevasen, y todos juntos se dirigían hacia el bosque de abetos.
A la anciana Zahara le costaba mucho caminar. El lancinante dolor de sus caderas y rodillas deformadas por la artrosis convertían el paseo en un suplicio. Así que Taufik, compadeciéndose de ella, le compró una burrita de raza andalusí y cada domingo con la ayuda de Zulema la montaban sobre el animal para que pudiera acompañarles hasta el bosque. Taufik conocía a Zahara desde niño y se alegró mucho cuando supo que había ido a vivir con Zulema. Sospechaba que era la vieja esclava, y no su amada, quien preparaba los deliciosos manjares, pero se hizo el despistado para no ponerla en evidencia.
A la vieja cocinera le resultaba extraño que la llamasen por su nombre moro. Se sentía más cómoda con su nombre cristiano: Teresa, con el que su primer amo burgalés la había bautizado sesenta años atrás. Había sido esclavizada a sus tiernos once años en la lejana ciudad tunecina de Bizerta y llevada a Burgos por su comprador para que ayudase a su esposa a criar a sus hijos. Pronto se olvidó de su lengua materna y aprendió a la perfección el contundente idioma castellano. Su arte en la cocina se lo enseñó Halima, una esclava mora originaria de la ciudad libia de Tarabulus, que había sido esclavizada ya mayor. Su captor corsario, oriundo de la íbera Gerunda, le había perdonado la vida a pesar de su edad, pues solo los jóvenes eran un buen botín. A sus treinta y seis años Halima era una reputada cocinera del emir de la ciudad norteafricana. Para ella, salvar la vida, fue como un milagro de Alá, pues tuvo la inmensa suerte de gozar del aprecio de un esclavo cristiano, que había sido capturado dos lustros atrás en la ciudad de Tarraco y acababa de ser liberado con la razia. que la protegió de los piratas cristianos cuando entraron en el palacio para saquearlo y masacrar a sus moradores. Justo en el momento en que un corsario le arrancaba el velo, la sujetaba por un brazo y levantaba la espada para cortarle el cuello, el esclavo cristiano gritó con todas sus fuerzas en el idioma de Catalonia: «No la matis, aquesta muller és una molt bona cuinera, la podràs vendre a bon preu en qualsevulla port crestià». Así fue como la libia Halima fue llevada hasta la ciudad íbera de Barchinona y allí, en una plaza cercana al puerto, fue comprada a cambio de seis reales de plata por un rico comerciante de telas de seda, gran amante del arte del buen yantar, que se la llevó a Burgos tras comprobar en su refinado paladar que su fama de buena cocinera era bien cierta. Al bautizarla la llamó Lorenza, por ser San Lorenzo el patrón de los cocineros.
El pequeño palacio del morisco Taufik, Fernando para los cristianos, estaba a media legua castellana de la plaza del pueblo. El camino era muy angosto, tenía una gran pendiente y estaba plagado de rocas cortantes. Tardaban cerca de una hora en llegar. Una vez allí, Zulema sacaba una gran estera de esparto del interior del palacio, la extendía en un rellano a la sombra del viejo abeto y distribuía encima los ricos manjares para que los hombres se sentasen en círculo alrededor de ellos. De esta manera la comida les quedaba al alcance de su mano derecha, la mano pura musulmana y también cristiana, que en esto en nada se diferenciaban, pues para ambas religiones representaba lo masculino, lo noble, lo limpio, lo pío, lo bueno, lo sagrado. La otra, la izquierda, era impura y representaba todo lo siniestro, lo pecaminoso, lo sucio, lo demoníaco, lo perverso, lo abyecto, lo traicionero, lo femenino. Debían pues comer con la mano derecha, tanto hombres como mujeres. La izquierda, en cambio, estaba destinada a lavarse sus partes íntimas en las abluciones y a limpiarse el ano tras la defecación.
Zulema y Zahara, después de servir las viandas a los hombres, se sentaban unos pasos más allá a los pies del viejo abeto y comían en silencio los alimentos que habían reservado para ellas. Las hacía felices ver como disfrutaban aquellos hombres con la sabrosa comida y se miraban divertidas de soslayo con cada una de las exclamaciones y suspiros de placer que proferían los comensales. Zulema estaba inmensamente agradecida a Zahara. En pocas semanas le había enseñado a cocinar y ya se atrevía a preparar los platos más sencillos. El cariño entre ellas iba en aumento día a día. Para Zahara, la muchacha era como la hija o la nieta que jamás había tenido y para Zulema, la vieja cocinera era como la reencarnación de su tata Nahina. La anciana no sabía hablar en andalusí, aunque lo entendía un poco al ser parecido a su casi olvidada lengua materna norteafricana. Zulema y Taufik le hablaban en castellano con su fuerte acento morisco y ella les respondía en un perfecto castellano burgalés.
Pasaron varias semanas y por fin estuvo acabada la ornamentación del pequeño palacio. Quedaban sólo por perfilar algunos detalles que los dos artesanos terminarían en unos pocos días. Había llegado la hora de ir a Ubrique a invitar a la boda a don Gonzalo y a su esposa morisca. Taufik se levantó muy temprano, se montó a los lomos de su yegua y se encaminó hacia el sur en dirección a la alquería mora que los cristianos habían bautizado como Villaluenga del Rosario. Tardó casi dos días en llegar, pues no conocía el camino. Pasó la segunda noche del viaje en la espesura de un alcornocal situado en las afueras del pueblo y al día siguiente, al alba, volvió a emprender su camino, esta vez hacia poniente. Llegó por la tarde a la diminuta aldea de Benaocaz. Unos moriscos benaocaceños con los que entabló conversación en andalusí le cedieron una choza para pasar la noche. Hacía frío y lloviznaba.
Taufik estaba inquieto sin motivo aparente. Se acostó y nada más dormirse empezó a soñar. En su mente vio con gran claridad unas espantosas imágenes de ajusticiamientos de moriscos y oyó sus alaridos de pánico y dolor que le recordaron a los que profirió su madre Zahira mientras la mutilaban y decapitaban. La angustiosa pesadilla duró varias horas hasta que el canto de una lechuza que sobrevolaba la choza le despertó sobresaltado. Estaba empapado en sudor, jadeaba, temblaba y su corazón latía enloquecido en su pecho. En la oscuridad de la noche rompió a llorar en silencio. Alguna fuerza misteriosa, tal vez el espíritu de su madre o el de Musarraf, le avisaba e intentaba protegerlo de un peligro inminente. Deseaba salir huyendo y volver a la seguridad de Grazalema, pero le había prometido a don Gonzalo que le invitaría a su boda, y él era un hombre de palabra. Siguió echado sobre el saco de paja sobre el que dormía, pero ya no pudo conciliar nuevamente el sueño. Las últimas horas de aquella larga noche se le hicieron eternas. Miles de veces abrió los ojos con la esperanza de ver las primeras luces del alba.
Cuando por fin un ruiseñor divisó a lo lejos en el horizonte la luz tenue del renacer del nuevo día, cantó feliz sobre las ramas de un quejigo cercano, y Taufik supo entonces que había terminado aquel suplicio. Se levantó aturdido y entumecido, mucho más cansado que el día anterior, con la sensación de no haber dormido ni un instante. Se mojó las manos con el rocío que empapaba la hierba y se las pasó por la cara para despejar su mente y limpiar los miasmas de la noche. La yegua le saludó con un resoplido y un movimiento en vaivén arriba y abajo de la cabeza. Él se le acercó, rodeó su robusto cuello con los brazos y le habló palabras bonitas de cariño. Sintió entonces el calor del cuerpo del animal en su mejilla, y aquella calidez recargó su alma de nueva energía para proseguir su camino.
El sol, cual dios de luz, se levantaba tras las copas del inmenso alcornocal, que vestía aquellas montañas de rocas grises. Una brisa suave hacía bailar a su antojo las crines de la yegua y un coro de miles de aves llenaba aquel paraíso de cánticos de vida. Taufik seguía sintiendo en su pecho la misma extraña angustia que le había atormentado durante la noche. A medida que se acercaba a Ubrique la inquietante sensación de desasosiego se hacía cada vez más intensa, hasta el punto que le temblaba todo el cuerpo y temía caer de la yegua.
«Om Zahira, mi adorada madre, ¿qué me pasa?, ¿qué me estás queriendo decir? Mussarraf, ¿sois vos, señor? ¿Decidme qué debo hacer: proseguir mi camino o volver a Grazalema?» —musitaba con los labios el muchacho con la frente sudorosa y un rictus de miedo en el rostro.
El tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas le sacó de aquel angustioso ensimismamiento. Las apacentaban tres moriscos de su misma edad. Uno de ellos, al divisarlo desde la lejanía, le hizo señas con los brazos para que parase.
—¿Te diriges a Ubrique? —le gritó el pastor.
—Así es, hermano. ¿Acaso ocurre algo que deba saber? —le contestó Taufik.
—Si eres morisco como nosotros, como creo adivinar, te recomiendo que des media vuelta y te alejes de Ubrique. Mañana van a ser ajusticiados en la hoguera por apostasía siete hombres y tres mujeres por orden del Gran Inquisidor de Sevilla. Fueron denunciados por el capellán de la Iglesia de San Antonio, que les descubrió arrodillados rezando al dios Alá en dirección a la Meca con la frente tocando el suelo. Antes de avisar a la Inquisición el capellán les conminó a retractarse de sus creencias heréticas, pero ellos se negaron y fueron encarcelados. Junto a los apóstatas también serán quemados vivos dos forasteros acusados de sodomía —le explicó el muchacho con voz temblorosa y los ojos desorbitados por el miedo.
—Dime, ¿qué peligro corro si entro en el pueblo? Yo no soy de Ubrique, y nadie puede acusarme de ningún delito.
—Te equivocas. Desde que llegó el Gran Inquisidor de Sevilla para juzgar a los apóstatas y a los sodomitas, condenarlos a morir en la hoguera tras un falso juicio sin pruebas y seguidamente ordenar y presenciar la ejecución de la sentencia, todos los moriscos del pueblo y los forasteros somos considerados un peligro para la seguridad del Inquisidor y no podemos acercarnos a la plaza de Ubrique bajo pena de muerte. Rodeando el pueblo hay una barrera de soldados del Santo Oficio que te detendrían inmediatamente nada más verte. Te aconsejo que te alejes de Ubrique.
Taufik permaneció un rato cabizbajo y en silencio. Su mente buscaba una solución. Quería invitar a la boda a su amigo cristiano, pero para hacerlo debería correr un gran peligro.
—¿Conoces a don Gonzalo? —preguntó al pastor.
—Todo el mundo en Ubrique le conoce. Es uno de los hombres más ricos y respetados del pueblo. Precisamente nosotros trabajamos para él. Este rebaño es suyo.
—Necesito hablar con él. Somos amigos.
—¿Eres amigo de un cristiano? —se sorprendió el joven ubriqueño.
—Así es. ¿Sabrías decirme cómo puedo llegar hasta él sin entrar en el pueblo?
—La hacienda de don Gonzalo está en las afueras del pueblo. Hay un camino que rodea la población y acaba en un encinar muy cerca del palacio.
—Conozco este camino y el encinar. Creo recordar que había dos imponentes pinos piñoneros en lo alto de una loma —rememoró Taufik con voz ahogada. Un escalofrío le acababa de recorrer toda la espalda. El pánico que había pasado el año anterior temiendo morir apaleado por la horda de cristianos le había sacudido el alma.
—Los dos pinos que mencionas se ven desde aquí. ¿Los ves? —le preguntó el pastor apuntando con el dedo índice hacia la loma.
—Sí, los veo —le aseguró Taufik con el rostro iluminado por la intensa luz dorada del sol naciente.
—Pues dirígete hacia esa loma. No la pierdas de vista en ningún momento para no perderte y en media jornada llegarás al palacio. Te aconsejo apearte de la yegua y andar el camino a pie para llamar menos la atención, no vaya a verte algún cristiano.
—Muchas gracias, muchacho. ¡Que Alá te dé larga vida!
—¡Que Alá te proteja, hermano!
Taufik siguió montado a lomos de la yegua hasta que creyó estar demasiado cerca del pueblo. Entonces se apeó y prosiguió su viaje a pie por la espesura del encinar evitando los caminos abiertos para no ser visto. Se acercaba el mediodía y pensó que lo mejor era esperar a que los cristianos del pueblo se fueran a almorzar a sus casas. Ató la yegua a un acebuche y se sentó a su vera para serenarse. Ella, ajena a la angustia que atormentaba al muchacho, se dedicó a pacer la hierba tierna que crecía a su alrededor. Taufik estaba tan cansado y tenía tanto sueño que acabó durmiéndose con el ruido tranquilizador que la yegua hacía al masticar el verde alimento.
Un resoplido inesperado del animal le despertó sobresaltado. A escasa distancia se escuchaba la conversación de dos hombres que hablaban con el acento de los cristianos viejos. Taufik intentó tranquilizar a la yegua para que no hiciera ningún ruido y prestó atención a lo que decían.
—¿Estás seguro que el moro iba por este camino? —preguntaba el más viejo de los hombres al otro.
—Le he visto desde aquella loma. Iba montado en un caballo blanco. Me ha recordado al morisco de Grazalema que el año pasado vino en busca de artesanos. ¿Te acuerdas?
—Sí. Mientras abrevaba el caballo nos miraba socarrón como si se mofase de nosotros. Tuvo incluso la osadía de provocarnos hablando con los moriscos que se le acercaron en la prohibida lengua sarracena. Salimos en su busca para apalearlo como a un perro, pero al final no lo hicimos por temor a don Gonzalo. Cabía la posibilidad de que fuera uno de sus esclavos.
—Sí, pasamos por su lado y él pareció no temernos. Luego nos arrepentimos de no haberlo apaleado al enterarnos que no era más que un maldito moro forastero que buscaba artesanos.
—Debimos acabar con él. Si es el mismo moro, esta vez ya no regresará a Grazalema. Diremos al Inquisidor que le hemos visto rezar postrado en dirección a la Meca, y mañana morirá quemado vivo con los demás apóstatas.
—Volvamos al pueblo y avisemos a los soldados del Santo Oficio. Ellos le apresarán.
—Sí, buena idea.
Taufik había escuchado toda la conversación con un miedo atroz a ser descubierto por algún ruido de la yegua. Alá le protegió y el animal permaneció inmóvil y en absoluto silencio. Cuando creyó que los dos hombres se habían alejado lo suficiente, prosiguió su camino hacia el palacio de don Gonzalo, siempre medio oculto en la espesura del bosque. Anduvo así más de media hora. En un claro del encinar vio que estaba muy cerca de la loma donde se asentaba el palacio y de un salto montó sobre la yegua y la azuzó para que galopase rauda. En pocos minutos llegó al palacio. Se apeó y llamó a la puerta con insistencia, pero nadie le abrió. Con un miedo indescriptible llevó al animal al interior de un establo para que nadie lo viera y corrió atravesando el naranjal hacia la casa de invitados donde había pernoctado en la anterior visita. Por suerte la puerta estaba abierta. Entró y se escondió casi a oscuras tras un mueble de cedro. Y así permaneció durante largas horas, a ratos llorando, a ratos dormitando por la extrema angustia o por puro agotamiento. Cualquier pequeño ruido le sobresaltaba. Una oveja solitaria, que se había separado de uno de los numerosos rebaños que pastaban por los campos de Ubrique, pasó corriendo cerca de la casa y Taufik creyó que eran los soldados del Inquisidor. Su miedo se acrecentó hasta tal extremo, que sin darse cuenta se le relajaron los esfínteres y se ensució en los calzones. Al escuchar el balido de la oveja comprendió lo que en realidad había ocurrido y rompió a llorar como un niño. Y su llanto se hizo más intenso al darse cuenta del penoso estado en que se encontraba: sucio de heces y orines.
El tiempo transcurría con una lentitud desesperante y nadie se acercaba al palacio ni a la casa adyacente donde se encontraba escondido. Confiaba que en cualquier momento aparecería don Gonzalo, pero las horas pasaban y acabó durmiéndose por puro agotamiento. Dormir le hizo mucho bien. Le permitió recuperarse de su cansancio y la noche se le hizo así mucho más corta. Cuando despertó, el sol hacía ya un par de horas que iluminaba el valle de Ubrique. Algunos rayos conseguían atravesar las delgadas rendijas de una ventana. Taufik se levantó entumecido con la desagradable sensación de las heces resecas pegadas en sus posaderas. El hedor no le molestaba, pues su olfato se había acostumbrado. Necesitaba salir para limpiarse y lavar la ropa, pero no se atrevía. De pronto su corazón dio un vuelco en su pecho y se aceleró al galope al recordar que los diez apóstatas y los dos extranjeros iban a morir quemados vivos aquella misma tarde.
Intentó tranquilizarse. Cuando por fin consiguió serenar un poco su atormentado espíritu, tras sopesar todas las alternativas, llegó a la conclusión de que lo más prudente era continuar escondido en aquella casa propiedad de don Gonzalo, uno de los ubriqueños más ricos y respetados del pueblo. Nadie se atrevería a hollar la propiedad de tan ilustre hidalgo.
Y tenía razón, a nadie se le ocurrió registrar el palacio y demás posesiones del gallego. Los soldados del Santo Oficio, como si de cazadores se tratase, rastrearon palmo a palmo el inmenso encinar y todos los caminos que lo atravesaban, subieron a todas las lomas para otear desde allí aquellos vastos parajes, preguntaron a los moriscos ubriqueños que apacentaban los rebaños de cabras y ovejas de sus amos, pero misteriosamente nadie parecía haberlo visto, salvo los dos cristianos que lo habían denunciado al Inquisidor.
Interrogaron también por supuesto a los pastores del rebaño de don Gonzalo, pero los tres aseguraron que no habían visto a nadie. Los moriscos tenían un pacto entre ellos de no denunciar jamás a uno de los suyos y todos lo cumplían como si fuera un precepto sagrado, exponiéndose a veces a ser acusados de encubrimiento y condenados a horrendas torturas, incluso a morir en la hoguera o a ser desmembrados entre cuatro caballos.
Al pastor morisco que había hablado con Taufik le había caído bien el apuesto grazalemeño. Tras ser interrogado por los soldados sintió que debía protegerlo de tanto peligro, lo habló con sus dos compañeros y, para no levantar sospechas, fueron acercando lentamente el rebaño a las posesiones del hidalgo. En un par de horas se encontraban delante del palacio. Llamaron a la puerta y les abrió la esposa morisca del noble gallego. Al preguntarle por el paradero de su esposo, ella les aseguró que no andaría muy lejos, pues había ido a podar los naranjos y cerezos del huerto.
El pastor no tardó en ver a don Gonzalo encaramado sobre un cerezo.
—Buenos días, mi señor.
—Buenos días, Salem. ¿Qué te trae por aquí?
—Mi señor, ¿conocéis a un mozo morisco de Grazalema que dice ser vuestro amigo?
—Sí, le conozco. Vino el verano pasado. Buscaba artesanos para su palacio. Si no me falla la memoria, se llamaba Taufik.
—Le vimos ayer por la mañana montado en una yegua blanca camino de Ubrique. Dijo que tenía que hablar con vos sin falta. Yo le advertí que corría un gran peligro si se acercaba al pueblo, pero él insistió. Le aconsejé que viniera hacia aquí dando un largo rodeo por el camino del encinar. Ayer por la tarde dos cristianos lo denunciaron al Gran Inquisidor acusándolo de rezar postrado en el suelo en dirección a la Meca. Vinieron a interrogarnos tres soldados del Santo Oficio, pero nosotros les dijimos que no lo habíamos visto.
—Pobre muchacho, ¿por dónde andará? Tengo que encontrarlo cuanto antes —exclamó apesadumbrado el gallego.
—A lo mejor está en el establo, señor.
—Tienes razón. Vamos a ver si está escondido allí.
Entraron en el establo, esperaron unos segundos a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad y vieron la yegua blanca junto a los caballos del palacio con la montura todavía sobre sus lomos, pero allí no estaba el muchacho. Don Gonzalo ordenó al pastor que le diese agua y cebada, le quitase la montura y la cepillase. El animal no estaba sudoroso, lo que indicaba que ya llevaba bastante tiempo en el establo. Buscó a Taufik en el pajar y no lo encontró. Fue a preguntar a su esposa y ella nada le supo decir. No se atrevió a llamarlo a gritos para no levantar sospechas a quien pudiera oírle. Volvió a donde estaba Salem y se sentó sobre una gavilla de heno. Cubrió su rostro con ambas manos e intentó concentrarse para adivinar dónde podría estar.
—Señor, ¿habéis mirado en la casa de invitados? —le sugirió el pastor.
—Pues no, vamos a ver si está allí —se animó el hidalgo levantándose de un brinco.
Corrieron hacia el huerto, abrieron la puerta de la casa, y en su rostro se dibujó una mueca de asco por el intenso hedor que desprendían las heces de Taufik.
—¡Abre las ventanas! —ordenó don Gonzalo a Salem—. Taufik, ¿estás ahí?
—Se...ñor, es...toy aquí! —balbució el muchacho con un hilillo de voz casi inaudible seguido de un acceso de tos.
—Amigo mío, ¡cómo me alegro que estés vivo! —exclamó el gallego, impactado por el estado lastimoso de Taufik, que estaba echado en el suelo en posición fetal.
Fue a levantarlo, pero el muchacho ardía de fiebre, deliraba y no se tenía en pie.
—Vete a casa corriendo y dile a mi esposa que prepare agua caliente y ropa limpia —ordenó a Salem.
Gonzalo le quitó la apestosa ropa y cubrió su cuerpo desnudo con una manta para que no cogiera frío. En su rostro pálido y sudoroso con la mirada perdida se podía adivinar el miedo atroz que había pasado. Había corrido un gran peligro sólo por cumplir con la promesa de invitarle a su boda. Al verlo tan indefenso al hidalgo se le humedecieron los ojos. Taufik estaba en estado estuporoso y recobraba parcialmente la consciencia cada vez que él le hablaba, pero de su boca sólo salían balbuceos sin sentido.
Al rato llegó Salem con agua caliente, una pieza de jabón de la famosa almona de Sevilla, perfumado con esencias de corteza de limón y resina de pino y unos paños para lavar a Taufik.
—¡Deja, lo haré yo, es mi amigo! —exclamó don Gonzalo, quitando el paño mojado a Salem cuando éste se disponía, con una indisimulada mueca de asco, a limpiar las heces del pobre muchacho.
Aquella reacción de su amo sorprendió tanto al pastor que quedó aturdido durante unos segundos. Se le antojaba algo impensable que un noble hidalgo se rebajase a realizar algo tan humillante. Al momento reaccionó y le ayudó a levantar las piernas de Taufik y a darle la vuelta. No se lo podía creer. Jamás un cristiano le había limpiado el culo a un moro. Deseaba contárselo a sus amigos que le esperaban cerca del palacio apacentando las ovejas. Se sentía afortunado de estar al servicio de don Gonzalo, un cristiano extraño que trataba a los moriscos con afecto y no como a perros.
Ya limpio y perfumado vistieron a Taufik con ropas del hidalgo y lo acomodaron sobre un mullido colchón de lana batida. Salma, la esposa morisca de don Gonzalo, ordeñó una cabra, calentó la leche, la endulzó con un poco de miel de azahar y se la llevó a su esposo para que se la diera a Taufik, pero este a duras penas tomó un par de sorbos. Ardía en fiebre, no paraba de toser y parecía tener pesadillas, pues se agitaba, deliraba y llamaba continuamente a su madre y a Zulema. El hidalgo temió por su vida. Le tenía que bajar la fiebre como fuera o no sobreviviría a aquella noche.
—Salem, vete a casa de mi primo y dile de mi parte que uno de mis esclavos está muy enfermo y necesita de los cuidados de su vieja esclava negra Dagwa.
—Voy presto, señor.
En menos de media hora Salem estaba de vuelta con Dagwa. La africana, que era curandera y sabía de las virtudes de muchas hierbas, llevaba consigo una cesta con sus plantas medicinales y varios recipientes de barro para hacer cocimientos. Con aire experto observó al enfermo durante unos segundos. Le tocó la frente, le abrió la boca y acercó su nariz para oler su aliento. Puso su oreja sobre su pecho, hizo una mueca de contrariedad y sin pronunciar palabra alguna salió de la casa de invitados en dirección al palacio. Entró sin llamar. Dentro estaba Salma cardando lana. Las dos mujeres, que eran amigas, se saludaron con afecto. La curandera le pidió un mortero para picar unas hojas. Fueron a la cocina y Salma le dio a escoger, pues tenía varios. Le gustó el más grande y más ligero, tallado en madera de olivo.
De su cesta sacó diez hojas secas de sauce, las echó en el mortero y las machacó enérgicamente con maestría hasta que quedaron reducidas a un finísimo polvo verde grisáceo que guardó en un platillo de cobre. Echó luego en el mortero cinco hojas de menta fresca y tres pequeños conos inmaduros de pino, que machacó hasta conseguir una pasta cremosa. Cogió entonces una marmita, vació dentro el polvo de sauce y la crema de menta y pino, derramó encima agua hirviendo y removió la mezcla un buen rato con una cuchara de madera de boj. Pidió luego a Salma un pañuelo limpio de algodón, lo puso sobre una cazuela, vertió en él aquella pócima y la filtró para recoger la esencia de las plantas. Puso a continuación el recipiente al fuego, añadió una generosa cucharada de miel de romero y justo cuando empezaba a hervir lo retiró y se lo llevó a la casa de invitados.
Gonzalo y Salem la esperaban ansiosos. Taufik parecía estar cada vez peor. Nada más entrar, la curandera levantó la cazuela por encima de su cabeza, cerró los ojos y se echó a hablar en una lengua extraña como si estuviera invocando a algún dios africano. Dio luego varias vueltas alrededor del enfermo mientras proseguía con sus incomprensibles rezos, hasta que de pronto paró, puso la cazuela caliente sobre el pecho de Taufik por encima de la manta que lo cubría, contó hasta cinco y la retiró, momento en que cesaron sus rezos. A continuación colocó el recipiente sobre una mesilla junto a la cabeza del enfermo, sacó una cucharita de cobre de su cesta de curandera y pidió a los dos hombres que incorporasen a Taufik. Puso su mano izquierda sobre la frente del muchacho y con una voz increiblemente amorosa, que no era la suya sino la de la difunta madre de Taufik, le animó a abrir la boca y a tomar sorbitos del cocimiento con la cucharilla.
Taufik tenía los ojos cerrados, respiraba con gran dificultad y parecía estar en coma, pero asombrosamente obedeció las órdenes de Dagwa, abrió la boca y una tras otra fue tragando todas las cucharaditas de pócima que le dio la africana. Después le dejaron descansar y a las tres horas repitieron el tratamiento, y así durante tres largos días. El morisco parecía no mejorar, continuaba inconsciente y le tuvieron que cambiar varias veces la ropa pues sudaba copiosamente y se orinaba en la cama. A Gonzalo la tristeza le embargaba. Estaba perdiendo toda esperanza.
Cuando en la madrugada del cuarto día Dagwa solicitó la ayuda de los dos hombres para incorporar al enfermo y repetir el tratamiento, los tres notaron que respiraba mejor y sus ropas estaban secas. Gonzalo tocó su frente y ya no le ardía, le habló y él le respondió abriendo los ojos y esbozando una leve sonrisa, y entonces el hidalgo sintió que su corazón iba a estallar en su pecho tan grande era su alegría y no pudo evitar que se le inundasen los ojos de lágrimas. Dagwa le miró de soslayo y sonrió. Su brebaje había surtido efecto.
—Tengo hambre —dijo Taufik, y todos rompieron a reír a carcajadas de pura alegría.
—Salem, vete al palomar, escoge el pichón más gordo, mátalo, desplúmalo y llévaselo a mi esposa para que prepare un caldo con él. Mi amigo tiene que recuperar sus fuerzas.
Así lo hizo el pastor. Y al cabo de un par de horas Salma entró en la casa de invitados con un humeante tazón lleno a rebosar de rico caldo de pichón y se lo dio a su esposo. Gonzalo se arrodilló a la vera de Taufik y le fue dando cucharadas de caldo, que le supo a gloria.
—¿Quieres más? — le preguntó al ver que se lo había acabado todo.
—¿No tenía muslos el pichón? —quiso saber el enfermo, y todos volvieron a reír a carcajadas.
Salma fue a buscar la carne del ave. Gonzalo deshuesó los muslos y se los dio en la boca a trocitos con la mano. Después se durmió, y todos salieron de la estancia para comer ellos también, pues durante aquellos cuatro días casi no habían probado bocado. Necesitaban alimentarse y descansar.
Mientras estaban comiendo en el interior del palacio alguien abrió la puerta y gritó: «¡Ah de la casa!». Eran dos soldados del Santo Oficio. Llevaban cuatro días buscando al moro y parecía haberse esfumado. A Gonzalo le dio un vuelco el corazón, pero intentó controlarse, se mostró tranquilo, afable y hospitalario y con astucia invitó a comer a los soldados para contentarles y hacerles ver que allí no había ningún fugitivo.
Salem y Dagwa se habían levantado apresuradamente antes de entrar los soldados y se comportaron como simples esclavos de don Gonzalo. Estaba muy mal visto que los moros y los cristianos comieran juntos. Los soldados preguntaron por el moro al hidalgo, pero éste les aseguró que no lo había visto. Luego repitieron la pregunta a los moriscos y obtuvieron la misma respuesta. Dagwa les llevó un generoso cuenco de caldo de pichón, varias lonchas de tocino ahumado recién asado sobre las brasas que olía de maravilla, pan blanco de trigo candeal todavía caliente que había amasado y horneado aquella misma mañana, queso de oveja, aceitunas adobadas con sal marina, ajo, ajedrea e hinojo, higos secos, uvas pasas, almendras tostadas y unos dulces de avellana con piñones, todo regado con varios vasos colmados de vino tinto, que aquellos hombres devoraron como si llevasen tres días sin comer. Ahítos y agradecidos dieron las gracias a tan generoso anfitrión y se marcharon sin sospechar nada.
Taufik seguía durmiendo apaciblemente. Soñaba con su amada Zulema a la que veía vestida de novia musulmana sonriéndole con dulzura. Veía también a sus padres Muhammad y Zahira, jóvenes, felices, sonrientes, que estaban sentados a su diestra. Ante él estaba su amigo Gonzalo que le ofrecía una naranja de sangre y le regalaba una amplia sonrisa. Se encontraban todos reunidos dentro del pequeño palacio del bosque de abetos celebrando su boda. Él alargaba su mano de niño hacia la de su padre, asía sus robustos dedos anular y meñique y se giraba una y otra vez hacia su madre, que le saludaba con la mano cada vez que él la miraba. De pronto ya no la veía y escuchaba sus pavorosos alaridos gritándole que corriera a esconderse en la espesura del bosque mientras un cristiano la degollaba y decapitaba. Taufik se despertó sobresaltado. El dulce sueño se había transformado en la terrorífica pesadilla recurrente que le atormentaba desde los ocho años. La estancia estaba a oscuras y creyó estar muerto. Su corazón galopaba enloquecido en su pecho y la angustia le ahogaba: "¡Madre, ayúdame, tengo miedo!".
Gonzalo entró en aquel preciso momento en la casa, lo escuchó llorar, abrió las ventanas y se sentó a su lado.
—Has tenido una pesadilla, ¿verdad?
—Sí, la misma de siempre. Jamás podré borrar los dolorosos recuerdos de mi infancia. Me gustaría olvidar, empezar de nuevo, sin recuerdos, sin pasado, sin odio, sin miedo, pero no puedo, aunque quiera no me dejan. Dime, Gonzalo, ¿por qué los demás cristianos no son como tú?
—¿Y cómo soy yo, Taufik?
—Eres bueno y noble. Tratas a los moros con afecto y respeto y no como a perros despreciables. Debería odiarte por ser cristiano, pero no puedo. No he tenido nunca un hermano y no sabes cómo me gustaría que tú lo fueras.
—Si así vas a ser más feliz, aquí tienes a tu hermano.
—Gracias...Gonz.... —consiguió balbucir Taufik. No pudo continuar hablando. Un nudo de emoción le apretó la garganta y dos grandes lágrimas resbalaron por sus mejillas y se perdieron en la almohada.
Gonzalo sonreía. A él también le resbalaban dos lágrimas y miraba a Taufik a los ojos con ternura. Un lazo invisible entre ellos se estaba anudando para siempre, un vínculo mucho más fuerte que el traicionero amor carnal, un pacto inquebrantable de fidelidad absoluta, de generosidad absoluta, tal vez el más limpio y puro de los sentimientos entre dos seres humanos, sólo superado por el amor de un padre y una madre por su hijo, la amistad verdadera.
Atardecía en Ubrique. La luna llena, cual diosa de luz, se levantaba orgullosa tras las copas del inmenso alcornocal y un coro de grillos, búhos, lechuzas, ranas y sapos llenaba aquel paraíso de cánticos de vida.
A la anciana Zahara le costaba mucho caminar. El lancinante dolor de sus caderas y rodillas deformadas por la artrosis convertían el paseo en un suplicio. Así que Taufik, compadeciéndose de ella, le compró una burrita de raza andalusí y cada domingo con la ayuda de Zulema la montaban sobre el animal para que pudiera acompañarles hasta el bosque. Taufik conocía a Zahara desde niño y se alegró mucho cuando supo que había ido a vivir con Zulema. Sospechaba que era la vieja esclava, y no su amada, quien preparaba los deliciosos manjares, pero se hizo el despistado para no ponerla en evidencia.
A la vieja cocinera le resultaba extraño que la llamasen por su nombre moro. Se sentía más cómoda con su nombre cristiano: Teresa, con el que su primer amo burgalés la había bautizado sesenta años atrás. Había sido esclavizada a sus tiernos once años en la lejana ciudad tunecina de Bizerta y llevada a Burgos por su comprador para que ayudase a su esposa a criar a sus hijos. Pronto se olvidó de su lengua materna y aprendió a la perfección el contundente idioma castellano. Su arte en la cocina se lo enseñó Halima, una esclava mora originaria de la ciudad libia de Tarabulus, que había sido esclavizada ya mayor. Su captor corsario, oriundo de la íbera Gerunda, le había perdonado la vida a pesar de su edad, pues solo los jóvenes eran un buen botín. A sus treinta y seis años Halima era una reputada cocinera del emir de la ciudad norteafricana. Para ella, salvar la vida, fue como un milagro de Alá, pues tuvo la inmensa suerte de gozar del aprecio de un esclavo cristiano, que había sido capturado dos lustros atrás en la ciudad de Tarraco y acababa de ser liberado con la razia. que la protegió de los piratas cristianos cuando entraron en el palacio para saquearlo y masacrar a sus moradores. Justo en el momento en que un corsario le arrancaba el velo, la sujetaba por un brazo y levantaba la espada para cortarle el cuello, el esclavo cristiano gritó con todas sus fuerzas en el idioma de Catalonia: «No la matis, aquesta muller és una molt bona cuinera, la podràs vendre a bon preu en qualsevulla port crestià». Así fue como la libia Halima fue llevada hasta la ciudad íbera de Barchinona y allí, en una plaza cercana al puerto, fue comprada a cambio de seis reales de plata por un rico comerciante de telas de seda, gran amante del arte del buen yantar, que se la llevó a Burgos tras comprobar en su refinado paladar que su fama de buena cocinera era bien cierta. Al bautizarla la llamó Lorenza, por ser San Lorenzo el patrón de los cocineros.
Plaza de Grazalema.
Zulema y Zahara, después de servir las viandas a los hombres, se sentaban unos pasos más allá a los pies del viejo abeto y comían en silencio los alimentos que habían reservado para ellas. Las hacía felices ver como disfrutaban aquellos hombres con la sabrosa comida y se miraban divertidas de soslayo con cada una de las exclamaciones y suspiros de placer que proferían los comensales. Zulema estaba inmensamente agradecida a Zahara. En pocas semanas le había enseñado a cocinar y ya se atrevía a preparar los platos más sencillos. El cariño entre ellas iba en aumento día a día. Para Zahara, la muchacha era como la hija o la nieta que jamás había tenido y para Zulema, la vieja cocinera era como la reencarnación de su tata Nahina. La anciana no sabía hablar en andalusí, aunque lo entendía un poco al ser parecido a su casi olvidada lengua materna norteafricana. Zulema y Taufik le hablaban en castellano con su fuerte acento morisco y ella les respondía en un perfecto castellano burgalés.
Pasaron varias semanas y por fin estuvo acabada la ornamentación del pequeño palacio. Quedaban sólo por perfilar algunos detalles que los dos artesanos terminarían en unos pocos días. Había llegado la hora de ir a Ubrique a invitar a la boda a don Gonzalo y a su esposa morisca. Taufik se levantó muy temprano, se montó a los lomos de su yegua y se encaminó hacia el sur en dirección a la alquería mora que los cristianos habían bautizado como Villaluenga del Rosario. Tardó casi dos días en llegar, pues no conocía el camino. Pasó la segunda noche del viaje en la espesura de un alcornocal situado en las afueras del pueblo y al día siguiente, al alba, volvió a emprender su camino, esta vez hacia poniente. Llegó por la tarde a la diminuta aldea de Benaocaz. Unos moriscos benaocaceños con los que entabló conversación en andalusí le cedieron una choza para pasar la noche. Hacía frío y lloviznaba.
Taufik estaba inquieto sin motivo aparente. Se acostó y nada más dormirse empezó a soñar. En su mente vio con gran claridad unas espantosas imágenes de ajusticiamientos de moriscos y oyó sus alaridos de pánico y dolor que le recordaron a los que profirió su madre Zahira mientras la mutilaban y decapitaban. La angustiosa pesadilla duró varias horas hasta que el canto de una lechuza que sobrevolaba la choza le despertó sobresaltado. Estaba empapado en sudor, jadeaba, temblaba y su corazón latía enloquecido en su pecho. En la oscuridad de la noche rompió a llorar en silencio. Alguna fuerza misteriosa, tal vez el espíritu de su madre o el de Musarraf, le avisaba e intentaba protegerlo de un peligro inminente. Deseaba salir huyendo y volver a la seguridad de Grazalema, pero le había prometido a don Gonzalo que le invitaría a su boda, y él era un hombre de palabra. Siguió echado sobre el saco de paja sobre el que dormía, pero ya no pudo conciliar nuevamente el sueño. Las últimas horas de aquella larga noche se le hicieron eternas. Miles de veces abrió los ojos con la esperanza de ver las primeras luces del alba.
El sol, cual dios de luz, se levantaba tras las copas del inmenso alcornocal, que vestía aquellas montañas de rocas grises. Una brisa suave hacía bailar a su antojo las crines de la yegua y un coro de miles de aves llenaba aquel paraíso de cánticos de vida. Taufik seguía sintiendo en su pecho la misma extraña angustia que le había atormentado durante la noche. A medida que se acercaba a Ubrique la inquietante sensación de desasosiego se hacía cada vez más intensa, hasta el punto que le temblaba todo el cuerpo y temía caer de la yegua.
Inmenso alcornocal gaditano.
El tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas le sacó de aquel angustioso ensimismamiento. Las apacentaban tres moriscos de su misma edad. Uno de ellos, al divisarlo desde la lejanía, le hizo señas con los brazos para que parase.
—¿Te diriges a Ubrique? —le gritó el pastor.
—Así es, hermano. ¿Acaso ocurre algo que deba saber? —le contestó Taufik.
—Si eres morisco como nosotros, como creo adivinar, te recomiendo que des media vuelta y te alejes de Ubrique. Mañana van a ser ajusticiados en la hoguera por apostasía siete hombres y tres mujeres por orden del Gran Inquisidor de Sevilla. Fueron denunciados por el capellán de la Iglesia de San Antonio, que les descubrió arrodillados rezando al dios Alá en dirección a la Meca con la frente tocando el suelo. Antes de avisar a la Inquisición el capellán les conminó a retractarse de sus creencias heréticas, pero ellos se negaron y fueron encarcelados. Junto a los apóstatas también serán quemados vivos dos forasteros acusados de sodomía —le explicó el muchacho con voz temblorosa y los ojos desorbitados por el miedo.
—Dime, ¿qué peligro corro si entro en el pueblo? Yo no soy de Ubrique, y nadie puede acusarme de ningún delito.
—Te equivocas. Desde que llegó el Gran Inquisidor de Sevilla para juzgar a los apóstatas y a los sodomitas, condenarlos a morir en la hoguera tras un falso juicio sin pruebas y seguidamente ordenar y presenciar la ejecución de la sentencia, todos los moriscos del pueblo y los forasteros somos considerados un peligro para la seguridad del Inquisidor y no podemos acercarnos a la plaza de Ubrique bajo pena de muerte. Rodeando el pueblo hay una barrera de soldados del Santo Oficio que te detendrían inmediatamente nada más verte. Te aconsejo que te alejes de Ubrique.
Taufik permaneció un rato cabizbajo y en silencio. Su mente buscaba una solución. Quería invitar a la boda a su amigo cristiano, pero para hacerlo debería correr un gran peligro.
—¿Conoces a don Gonzalo? —preguntó al pastor.
—Todo el mundo en Ubrique le conoce. Es uno de los hombres más ricos y respetados del pueblo. Precisamente nosotros trabajamos para él. Este rebaño es suyo.
—Necesito hablar con él. Somos amigos.
—¿Eres amigo de un cristiano? —se sorprendió el joven ubriqueño.
—Así es. ¿Sabrías decirme cómo puedo llegar hasta él sin entrar en el pueblo?
Altramúz azul (Lupinus micranthus)
El pastor inclinó la cabeza, fijó su mirada en un bellísimo altramuz de flores azules que crecía a su vera, rascó su incipiente calva con inusitado ardor para que le ayudase a pensar y al rato encontró una solución.—La hacienda de don Gonzalo está en las afueras del pueblo. Hay un camino que rodea la población y acaba en un encinar muy cerca del palacio.
—Conozco este camino y el encinar. Creo recordar que había dos imponentes pinos piñoneros en lo alto de una loma —rememoró Taufik con voz ahogada. Un escalofrío le acababa de recorrer toda la espalda. El pánico que había pasado el año anterior temiendo morir apaleado por la horda de cristianos le había sacudido el alma.
—Los dos pinos que mencionas se ven desde aquí. ¿Los ves? —le preguntó el pastor apuntando con el dedo índice hacia la loma.
—Sí, los veo —le aseguró Taufik con el rostro iluminado por la intensa luz dorada del sol naciente.
—Pues dirígete hacia esa loma. No la pierdas de vista en ningún momento para no perderte y en media jornada llegarás al palacio. Te aconsejo apearte de la yegua y andar el camino a pie para llamar menos la atención, no vaya a verte algún cristiano.
—Muchas gracias, muchacho. ¡Que Alá te dé larga vida!
—¡Que Alá te proteja, hermano!
Taufik siguió montado a lomos de la yegua hasta que creyó estar demasiado cerca del pueblo. Entonces se apeó y prosiguió su viaje a pie por la espesura del encinar evitando los caminos abiertos para no ser visto. Se acercaba el mediodía y pensó que lo mejor era esperar a que los cristianos del pueblo se fueran a almorzar a sus casas. Ató la yegua a un acebuche y se sentó a su vera para serenarse. Ella, ajena a la angustia que atormentaba al muchacho, se dedicó a pacer la hierba tierna que crecía a su alrededor. Taufik estaba tan cansado y tenía tanto sueño que acabó durmiéndose con el ruido tranquilizador que la yegua hacía al masticar el verde alimento.
Un resoplido inesperado del animal le despertó sobresaltado. A escasa distancia se escuchaba la conversación de dos hombres que hablaban con el acento de los cristianos viejos. Taufik intentó tranquilizar a la yegua para que no hiciera ningún ruido y prestó atención a lo que decían.
—¿Estás seguro que el moro iba por este camino? —preguntaba el más viejo de los hombres al otro.
—Le he visto desde aquella loma. Iba montado en un caballo blanco. Me ha recordado al morisco de Grazalema que el año pasado vino en busca de artesanos. ¿Te acuerdas?
—Sí. Mientras abrevaba el caballo nos miraba socarrón como si se mofase de nosotros. Tuvo incluso la osadía de provocarnos hablando con los moriscos que se le acercaron en la prohibida lengua sarracena. Salimos en su busca para apalearlo como a un perro, pero al final no lo hicimos por temor a don Gonzalo. Cabía la posibilidad de que fuera uno de sus esclavos.
—Sí, pasamos por su lado y él pareció no temernos. Luego nos arrepentimos de no haberlo apaleado al enterarnos que no era más que un maldito moro forastero que buscaba artesanos.
—Debimos acabar con él. Si es el mismo moro, esta vez ya no regresará a Grazalema. Diremos al Inquisidor que le hemos visto rezar postrado en dirección a la Meca, y mañana morirá quemado vivo con los demás apóstatas.
—Volvamos al pueblo y avisemos a los soldados del Santo Oficio. Ellos le apresarán.
—Sí, buena idea.
El tiempo transcurría con una lentitud desesperante y nadie se acercaba al palacio ni a la casa adyacente donde se encontraba escondido. Confiaba que en cualquier momento aparecería don Gonzalo, pero las horas pasaban y acabó durmiéndose por puro agotamiento. Dormir le hizo mucho bien. Le permitió recuperarse de su cansancio y la noche se le hizo así mucho más corta. Cuando despertó, el sol hacía ya un par de horas que iluminaba el valle de Ubrique. Algunos rayos conseguían atravesar las delgadas rendijas de una ventana. Taufik se levantó entumecido con la desagradable sensación de las heces resecas pegadas en sus posaderas. El hedor no le molestaba, pues su olfato se había acostumbrado. Necesitaba salir para limpiarse y lavar la ropa, pero no se atrevía. De pronto su corazón dio un vuelco en su pecho y se aceleró al galope al recordar que los diez apóstatas y los dos extranjeros iban a morir quemados vivos aquella misma tarde.
Intentó tranquilizarse. Cuando por fin consiguió serenar un poco su atormentado espíritu, tras sopesar todas las alternativas, llegó a la conclusión de que lo más prudente era continuar escondido en aquella casa propiedad de don Gonzalo, uno de los ubriqueños más ricos y respetados del pueblo. Nadie se atrevería a hollar la propiedad de tan ilustre hidalgo.
Y tenía razón, a nadie se le ocurrió registrar el palacio y demás posesiones del gallego. Los soldados del Santo Oficio, como si de cazadores se tratase, rastrearon palmo a palmo el inmenso encinar y todos los caminos que lo atravesaban, subieron a todas las lomas para otear desde allí aquellos vastos parajes, preguntaron a los moriscos ubriqueños que apacentaban los rebaños de cabras y ovejas de sus amos, pero misteriosamente nadie parecía haberlo visto, salvo los dos cristianos que lo habían denunciado al Inquisidor.
Interrogaron también por supuesto a los pastores del rebaño de don Gonzalo, pero los tres aseguraron que no habían visto a nadie. Los moriscos tenían un pacto entre ellos de no denunciar jamás a uno de los suyos y todos lo cumplían como si fuera un precepto sagrado, exponiéndose a veces a ser acusados de encubrimiento y condenados a horrendas torturas, incluso a morir en la hoguera o a ser desmembrados entre cuatro caballos.
Al pastor morisco que había hablado con Taufik le había caído bien el apuesto grazalemeño. Tras ser interrogado por los soldados sintió que debía protegerlo de tanto peligro, lo habló con sus dos compañeros y, para no levantar sospechas, fueron acercando lentamente el rebaño a las posesiones del hidalgo. En un par de horas se encontraban delante del palacio. Llamaron a la puerta y les abrió la esposa morisca del noble gallego. Al preguntarle por el paradero de su esposo, ella les aseguró que no andaría muy lejos, pues había ido a podar los naranjos y cerezos del huerto.
El pastor no tardó en ver a don Gonzalo encaramado sobre un cerezo.
—Buenos días, mi señor.
—Buenos días, Salem. ¿Qué te trae por aquí?
—Mi señor, ¿conocéis a un mozo morisco de Grazalema que dice ser vuestro amigo?
—Sí, le conozco. Vino el verano pasado. Buscaba artesanos para su palacio. Si no me falla la memoria, se llamaba Taufik.
—Le vimos ayer por la mañana montado en una yegua blanca camino de Ubrique. Dijo que tenía que hablar con vos sin falta. Yo le advertí que corría un gran peligro si se acercaba al pueblo, pero él insistió. Le aconsejé que viniera hacia aquí dando un largo rodeo por el camino del encinar. Ayer por la tarde dos cristianos lo denunciaron al Gran Inquisidor acusándolo de rezar postrado en el suelo en dirección a la Meca. Vinieron a interrogarnos tres soldados del Santo Oficio, pero nosotros les dijimos que no lo habíamos visto.
—Pobre muchacho, ¿por dónde andará? Tengo que encontrarlo cuanto antes —exclamó apesadumbrado el gallego.
—A lo mejor está en el establo, señor.
—Tienes razón. Vamos a ver si está escondido allí.
Entraron en el establo, esperaron unos segundos a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad y vieron la yegua blanca junto a los caballos del palacio con la montura todavía sobre sus lomos, pero allí no estaba el muchacho. Don Gonzalo ordenó al pastor que le diese agua y cebada, le quitase la montura y la cepillase. El animal no estaba sudoroso, lo que indicaba que ya llevaba bastante tiempo en el establo. Buscó a Taufik en el pajar y no lo encontró. Fue a preguntar a su esposa y ella nada le supo decir. No se atrevió a llamarlo a gritos para no levantar sospechas a quien pudiera oírle. Volvió a donde estaba Salem y se sentó sobre una gavilla de heno. Cubrió su rostro con ambas manos e intentó concentrarse para adivinar dónde podría estar.
—Señor, ¿habéis mirado en la casa de invitados? —le sugirió el pastor.
—Pues no, vamos a ver si está allí —se animó el hidalgo levantándose de un brinco.
Corrieron hacia el huerto, abrieron la puerta de la casa, y en su rostro se dibujó una mueca de asco por el intenso hedor que desprendían las heces de Taufik.
—¡Abre las ventanas! —ordenó don Gonzalo a Salem—. Taufik, ¿estás ahí?
—Se...ñor, es...toy aquí! —balbució el muchacho con un hilillo de voz casi inaudible seguido de un acceso de tos.
—Amigo mío, ¡cómo me alegro que estés vivo! —exclamó el gallego, impactado por el estado lastimoso de Taufik, que estaba echado en el suelo en posición fetal.
Fue a levantarlo, pero el muchacho ardía de fiebre, deliraba y no se tenía en pie.
—Vete a casa corriendo y dile a mi esposa que prepare agua caliente y ropa limpia —ordenó a Salem.
Gonzalo le quitó la apestosa ropa y cubrió su cuerpo desnudo con una manta para que no cogiera frío. En su rostro pálido y sudoroso con la mirada perdida se podía adivinar el miedo atroz que había pasado. Había corrido un gran peligro sólo por cumplir con la promesa de invitarle a su boda. Al verlo tan indefenso al hidalgo se le humedecieron los ojos. Taufik estaba en estado estuporoso y recobraba parcialmente la consciencia cada vez que él le hablaba, pero de su boca sólo salían balbuceos sin sentido.
Al rato llegó Salem con agua caliente, una pieza de jabón de la famosa almona de Sevilla, perfumado con esencias de corteza de limón y resina de pino y unos paños para lavar a Taufik.
—¡Deja, lo haré yo, es mi amigo! —exclamó don Gonzalo, quitando el paño mojado a Salem cuando éste se disponía, con una indisimulada mueca de asco, a limpiar las heces del pobre muchacho.
Aquella reacción de su amo sorprendió tanto al pastor que quedó aturdido durante unos segundos. Se le antojaba algo impensable que un noble hidalgo se rebajase a realizar algo tan humillante. Al momento reaccionó y le ayudó a levantar las piernas de Taufik y a darle la vuelta. No se lo podía creer. Jamás un cristiano le había limpiado el culo a un moro. Deseaba contárselo a sus amigos que le esperaban cerca del palacio apacentando las ovejas. Se sentía afortunado de estar al servicio de don Gonzalo, un cristiano extraño que trataba a los moriscos con afecto y no como a perros.
Ya limpio y perfumado vistieron a Taufik con ropas del hidalgo y lo acomodaron sobre un mullido colchón de lana batida. Salma, la esposa morisca de don Gonzalo, ordeñó una cabra, calentó la leche, la endulzó con un poco de miel de azahar y se la llevó a su esposo para que se la diera a Taufik, pero este a duras penas tomó un par de sorbos. Ardía en fiebre, no paraba de toser y parecía tener pesadillas, pues se agitaba, deliraba y llamaba continuamente a su madre y a Zulema. El hidalgo temió por su vida. Le tenía que bajar la fiebre como fuera o no sobreviviría a aquella noche.
—Salem, vete a casa de mi primo y dile de mi parte que uno de mis esclavos está muy enfermo y necesita de los cuidados de su vieja esclava negra Dagwa.
—Voy presto, señor.
En menos de media hora Salem estaba de vuelta con Dagwa. La africana, que era curandera y sabía de las virtudes de muchas hierbas, llevaba consigo una cesta con sus plantas medicinales y varios recipientes de barro para hacer cocimientos. Con aire experto observó al enfermo durante unos segundos. Le tocó la frente, le abrió la boca y acercó su nariz para oler su aliento. Puso su oreja sobre su pecho, hizo una mueca de contrariedad y sin pronunciar palabra alguna salió de la casa de invitados en dirección al palacio. Entró sin llamar. Dentro estaba Salma cardando lana. Las dos mujeres, que eran amigas, se saludaron con afecto. La curandera le pidió un mortero para picar unas hojas. Fueron a la cocina y Salma le dio a escoger, pues tenía varios. Le gustó el más grande y más ligero, tallado en madera de olivo.
Cono inmaduro de pino.
De su cesta sacó diez hojas secas de sauce, las echó en el mortero y las machacó enérgicamente con maestría hasta que quedaron reducidas a un finísimo polvo verde grisáceo que guardó en un platillo de cobre. Echó luego en el mortero cinco hojas de menta fresca y tres pequeños conos inmaduros de pino, que machacó hasta conseguir una pasta cremosa. Cogió entonces una marmita, vació dentro el polvo de sauce y la crema de menta y pino, derramó encima agua hirviendo y removió la mezcla un buen rato con una cuchara de madera de boj. Pidió luego a Salma un pañuelo limpio de algodón, lo puso sobre una cazuela, vertió en él aquella pócima y la filtró para recoger la esencia de las plantas. Puso a continuación el recipiente al fuego, añadió una generosa cucharada de miel de romero y justo cuando empezaba a hervir lo retiró y se lo llevó a la casa de invitados.
Gonzalo y Salem la esperaban ansiosos. Taufik parecía estar cada vez peor. Nada más entrar, la curandera levantó la cazuela por encima de su cabeza, cerró los ojos y se echó a hablar en una lengua extraña como si estuviera invocando a algún dios africano. Dio luego varias vueltas alrededor del enfermo mientras proseguía con sus incomprensibles rezos, hasta que de pronto paró, puso la cazuela caliente sobre el pecho de Taufik por encima de la manta que lo cubría, contó hasta cinco y la retiró, momento en que cesaron sus rezos. A continuación colocó el recipiente sobre una mesilla junto a la cabeza del enfermo, sacó una cucharita de cobre de su cesta de curandera y pidió a los dos hombres que incorporasen a Taufik. Puso su mano izquierda sobre la frente del muchacho y con una voz increiblemente amorosa, que no era la suya sino la de la difunta madre de Taufik, le animó a abrir la boca y a tomar sorbitos del cocimiento con la cucharilla.
Menta silvestre. (Mentha suaveolens)
Taufik tenía los ojos cerrados, respiraba con gran dificultad y parecía estar en coma, pero asombrosamente obedeció las órdenes de Dagwa, abrió la boca y una tras otra fue tragando todas las cucharaditas de pócima que le dio la africana. Después le dejaron descansar y a las tres horas repitieron el tratamiento, y así durante tres largos días. El morisco parecía no mejorar, continuaba inconsciente y le tuvieron que cambiar varias veces la ropa pues sudaba copiosamente y se orinaba en la cama. A Gonzalo la tristeza le embargaba. Estaba perdiendo toda esperanza.
Cuando en la madrugada del cuarto día Dagwa solicitó la ayuda de los dos hombres para incorporar al enfermo y repetir el tratamiento, los tres notaron que respiraba mejor y sus ropas estaban secas. Gonzalo tocó su frente y ya no le ardía, le habló y él le respondió abriendo los ojos y esbozando una leve sonrisa, y entonces el hidalgo sintió que su corazón iba a estallar en su pecho tan grande era su alegría y no pudo evitar que se le inundasen los ojos de lágrimas. Dagwa le miró de soslayo y sonrió. Su brebaje había surtido efecto.
—Tengo hambre —dijo Taufik, y todos rompieron a reír a carcajadas de pura alegría.
—Salem, vete al palomar, escoge el pichón más gordo, mátalo, desplúmalo y llévaselo a mi esposa para que prepare un caldo con él. Mi amigo tiene que recuperar sus fuerzas.
Así lo hizo el pastor. Y al cabo de un par de horas Salma entró en la casa de invitados con un humeante tazón lleno a rebosar de rico caldo de pichón y se lo dio a su esposo. Gonzalo se arrodilló a la vera de Taufik y le fue dando cucharadas de caldo, que le supo a gloria.
—¿Quieres más? — le preguntó al ver que se lo había acabado todo.
—¿No tenía muslos el pichón? —quiso saber el enfermo, y todos volvieron a reír a carcajadas.
Salma fue a buscar la carne del ave. Gonzalo deshuesó los muslos y se los dio en la boca a trocitos con la mano. Después se durmió, y todos salieron de la estancia para comer ellos también, pues durante aquellos cuatro días casi no habían probado bocado. Necesitaban alimentarse y descansar.
Mientras estaban comiendo en el interior del palacio alguien abrió la puerta y gritó: «¡Ah de la casa!». Eran dos soldados del Santo Oficio. Llevaban cuatro días buscando al moro y parecía haberse esfumado. A Gonzalo le dio un vuelco el corazón, pero intentó controlarse, se mostró tranquilo, afable y hospitalario y con astucia invitó a comer a los soldados para contentarles y hacerles ver que allí no había ningún fugitivo.
Salem y Dagwa se habían levantado apresuradamente antes de entrar los soldados y se comportaron como simples esclavos de don Gonzalo. Estaba muy mal visto que los moros y los cristianos comieran juntos. Los soldados preguntaron por el moro al hidalgo, pero éste les aseguró que no lo había visto. Luego repitieron la pregunta a los moriscos y obtuvieron la misma respuesta. Dagwa les llevó un generoso cuenco de caldo de pichón, varias lonchas de tocino ahumado recién asado sobre las brasas que olía de maravilla, pan blanco de trigo candeal todavía caliente que había amasado y horneado aquella misma mañana, queso de oveja, aceitunas adobadas con sal marina, ajo, ajedrea e hinojo, higos secos, uvas pasas, almendras tostadas y unos dulces de avellana con piñones, todo regado con varios vasos colmados de vino tinto, que aquellos hombres devoraron como si llevasen tres días sin comer. Ahítos y agradecidos dieron las gracias a tan generoso anfitrión y se marcharon sin sospechar nada.
Taufik seguía durmiendo apaciblemente. Soñaba con su amada Zulema a la que veía vestida de novia musulmana sonriéndole con dulzura. Veía también a sus padres Muhammad y Zahira, jóvenes, felices, sonrientes, que estaban sentados a su diestra. Ante él estaba su amigo Gonzalo que le ofrecía una naranja de sangre y le regalaba una amplia sonrisa. Se encontraban todos reunidos dentro del pequeño palacio del bosque de abetos celebrando su boda. Él alargaba su mano de niño hacia la de su padre, asía sus robustos dedos anular y meñique y se giraba una y otra vez hacia su madre, que le saludaba con la mano cada vez que él la miraba. De pronto ya no la veía y escuchaba sus pavorosos alaridos gritándole que corriera a esconderse en la espesura del bosque mientras un cristiano la degollaba y decapitaba. Taufik se despertó sobresaltado. El dulce sueño se había transformado en la terrorífica pesadilla recurrente que le atormentaba desde los ocho años. La estancia estaba a oscuras y creyó estar muerto. Su corazón galopaba enloquecido en su pecho y la angustia le ahogaba: "¡Madre, ayúdame, tengo miedo!".
Gonzalo entró en aquel preciso momento en la casa, lo escuchó llorar, abrió las ventanas y se sentó a su lado.
—Has tenido una pesadilla, ¿verdad?
—Sí, la misma de siempre. Jamás podré borrar los dolorosos recuerdos de mi infancia. Me gustaría olvidar, empezar de nuevo, sin recuerdos, sin pasado, sin odio, sin miedo, pero no puedo, aunque quiera no me dejan. Dime, Gonzalo, ¿por qué los demás cristianos no son como tú?
—¿Y cómo soy yo, Taufik?
—Eres bueno y noble. Tratas a los moros con afecto y respeto y no como a perros despreciables. Debería odiarte por ser cristiano, pero no puedo. No he tenido nunca un hermano y no sabes cómo me gustaría que tú lo fueras.
—Si así vas a ser más feliz, aquí tienes a tu hermano.
—Gracias...Gonz.... —consiguió balbucir Taufik. No pudo continuar hablando. Un nudo de emoción le apretó la garganta y dos grandes lágrimas resbalaron por sus mejillas y se perdieron en la almohada.
Gonzalo sonreía. A él también le resbalaban dos lágrimas y miraba a Taufik a los ojos con ternura. Un lazo invisible entre ellos se estaba anudando para siempre, un vínculo mucho más fuerte que el traicionero amor carnal, un pacto inquebrantable de fidelidad absoluta, de generosidad absoluta, tal vez el más limpio y puro de los sentimientos entre dos seres humanos, sólo superado por el amor de un padre y una madre por su hijo, la amistad verdadera.
Atardecía en Ubrique. La luna llena, cual diosa de luz, se levantaba orgullosa tras las copas del inmenso alcornocal y un coro de grillos, búhos, lechuzas, ranas y sapos llenaba aquel paraíso de cánticos de vida.
Apreciado Juan.
ResponderEliminar¡¡ Como describes-escribes esta historia de sentimientos humanos, encuentros, desencuentros pero siempre con una profundidad admirable. !!
Decirte que, si no recuerdo mal, este capitulo, además de ser admirable, creo que es el mejor Castellano, el más vivo e impecable en "imagenes" que desde un catalano-mallorquin pensante-hablante, haya yo leido en muchos años.
Añadir que en general, digamos-selo ya a quien oírlo quiera, lo hablamos mucho mejor que la mayoría QUE LO TIENEN COMO LENGUA PROPIA.
Las traducciones de los libros, por ejemplo, a veces dejan mucho que desear. Lo tuyo este vez resulta excelso.
No es coba Juan. Soy incapaz. El botafumeiro, para aquellos a quien apetezca. No es mi caso, ni el tuyo. En absoluto.
Me gusta muchísimo. Ya lo he leído dos veces. Pienso insistir. Re-leerlo porque lo considero muy enriquecedor.
Muchísimas gracias por todo lo que aportas Juan.
Un abrazo enorme.
Muchísimas gracias, Esperança. Agradezco y valoro mucho tu comentario. Me alegra saber que te ha gustado.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Hola Juan!!!. dos veces he publicado mi comentario acá y...luego no aparece!
ResponderEliminarAlgo como ésto decía, (no recuerdo bien).
Excelente cuento, de verdad fuerte, pone sobre la mesa sentimientos muy variados y a la vez conocidos en la vida diaria!. Las descripciones transportan y hacen vivir el momento de una forma escalofriante!. Bellísimas las imágenes que lo acompañan.
Un trabajo excepcional, un honor poder leerlo y disfrutarlo!
Besos mendocinos!
Hola Alicia:
ResponderEliminarPues a la tercera si ha salido tu comentario.
Muchas gracias por tus amables palabras. Me alegro que te haya gustado.
Un fuerte abrazo desde Mallorca.
Enhorabuena, Juan, por tu relato. Extraordinario.
ResponderEliminarMuchas gracias, Manuel. Un abrazo.
ResponderEliminarUn fabuloso relato!!! Gracias por compartirlo!!
ResponderEliminarSaludos
Gracias a tí, Kumquat.
ResponderEliminarUn saludo
Hola Joan,
ResponderEliminarfantàstic relat, talment els anteriors, però potser aquest és el que més m'ha agradat. M'agrada com escrius i descrius detalls. Me tens al·lucinat amb la situació de la narració en un contexte històric, és tot tan real.
Seguiré amb els següents tot d'una que pugui. Segur que m'agraden igual o més.
Una abraçada
Rafel Maas
Moltíssimes gràcies, Rafel. Estic molt content que t´agradi aquest relat. Tendré feina per un any com a mínim. Na Zulema morirà molt molt vella, així que encara hauré d´escriure molts de capítols. Una forta abraçada.
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