Quinto capítulo
La ornamentación del pequeño palacio de Zulema iba a ser laboriosa. En Grazalema no había ningún horno grande adecuado para cocer cerámica vidriada y el artesano Ahmed, maestro en azulejos y mosaicos, tuvo que ingeniárselas para construir uno capaz de alcanzar las altas temperaturas que requerían las piezas de arcilla para convertirse en bellísimos azulejos multicolores (la palabra española azulejo procede del árabe andalusí azzuláyǧa).
El otro artesano, de nombre Omar, maestro carpintero y ebanista, necesitaba madera de excelente calidad, a ser posible del preciado cedro de las montañas del Atlas de la vecina África, aunque compadeciéndose de Taufik, pues sería muy caro importarla, aceptó trabajar con madera del abeto andaluz que abundaba alrededor de Grazalema.
Así que Taufik y sus seis amigos libertos se pusieron a las órdenes de los dos artesanos y mientras varios de ellos buscaban piedras grandes, las tallaban para darles la forma geométrica indicada por Ahmed y empezaban a ensamblarlas para construir el horno, los demás acudían al bosque armados con hachas en busca de varios abetos de tronco grueso y tras derribarlos les pelaban la corteza con azuelas, aserraban el tronco en tablones con grandes serruchos de doble mango y se los entregaban al maestro Omar para que los tallase con sus herramientas.
Los libertos sentían un gran afecto por Taufik. Le respetaban, admiraban y apreciaban como si de un hermano mayor se tratase. Trabajaban para él de sol a sol sin desfallecer agradecidos por haberlos liberado de la esclavitud. Tenían más o menos su misma edad y vivían los seis juntos en una gran choza cercana al palacio que habían construido con sus propias manos ensamblando troncos de abetos jóvenes. Todos sus gastos corrían a cargo de Taufik, que se mostraba muy generoso con ellos, pues él también les estimaba como a hermanos.
A Ahmed le gustaban las cosas bien hechas. Era un artesano famoso conocido en toda la bahía de Cádiz. Vivía con su familia en una pequeña aldea cercana a las ruinas de la antigua Algeciras. Había sobrevivido a la reconquista gracias a su astucia y a la gran admiración que despertó su taller, su maestría y su digna y serena apostura en los invasores cristianos cuando éstos entraron en su casa. Él, su esposa, sus siete hijos y sus dos aprendices esperaban aterrorizados la entrada de los infieles del norte sentados muy juntos sobre almohadones (del árabe andalusí almuẖádda) en el centro de la casa, en silencio, sabedores que de nada les serviría intentar defenderse. Las paredes del interior de la vivienda estaban adornadas con bellísimos mosaicos que refulgían con luz propia con destellos multicolores y en el suelo había varios armatostes de madera sobre los que se distribuían cientos de azulejos de múltiples formas y colores, colocados dibujando figuras geométricas y motivos florales para ser luego llevados a algún palacio de nueva construcción y montados cubriendo sus paredes interiores.
Cuando los cristianos llegaron al umbral de la puerta se la encontraron abierta, extrañados se asomaron al interior de la casa y una amable voz masculina hablando en un perfecto castellano les dio la bienvenida. Era Ahmed que además de un excelente artesano era un gran erudito que dominaba el castellano, el latín, el griego y el árabe andalusí y conocía los mágicos secretos del arte de la alquimia, la aritmética, la astrología y la música. Su aparente serenidad, el tono suave y amable de su voz, la gran maestría y belleza que mostraban sus mosaicos y la visión de su esposa e hijos sentados en el suelo todos cabizbajos en señal de sumisión y respeto, apaciguó el ansia de sangre de los invasores y el cabecilla ordenó a sus soldados que les respetasen la vida y los bienes, dejando a dos de ellos haciendo guardia en la entrada para que nadie les hiciera daño.
La inteligente pantomima teatral para lograr sobrevivir le había salido bien a Ahmed. No le había costado mucho organizar la escena, pues en sus venas corría sangre cristiana, la de su madre leonesa de nombre Ximena que su padre había comprado a un mercader de esclavos de Granada. Conocía pues las extrañas costumbres de los infieles del norte. Cuando llegó la terrorífica noticia de la cercanía de las huestes invasoras, Ahmed ordenó a su mujer, a sus hijos y a los dos aprendices que se vistiesen rápidamente con ropas cristianas y escondió los objetos y adornos musulmanes más llamativos, sustituyéndolos por un gran crucifijo y una imagen de la Virgen María con el niño Jesús en brazos. Luego les hizo sentar todos juntos alrededor de su esposa en el centro de la estancia y obligó a memorizar un nombre cristiano a cada uno de sus hijos y a los dos aprendices. Su esposa no tuvo necesidad de aprender un nombre distinto al suyo verdadero, Joana, pues era una esclava cristiana que Ahmed había comprado por dos monedas de oro en el mercado de esclavos de Izn-Rand Onda (ciudad de Ronda, la primitiva Arunda de los fenicios). Cuando el cabecilla de la horda de cristianos preguntó el nombre al más pequeño de los niños, éste levantó la cabeza, le miró con sus grandes ojos azules heredados de su abuela Ximena y le contestó muy serio con su vocecita inocente: "Me llamo Antonio, señor."
Ahmed se hizo llamar Emeterio y desde aquel día él y su familia siguieron morando tranquilamente en su casa como cristianos, como si para ellos nada hubiera cambiado. Todos sus vecinos moros habían sido masacrados salvajemente, de manera que no quedó nadie en la aldea que pudiera denunciar a los cristianos la falsedad de Ahmed. El jugaba a nadar entre dos aguas. Cuando trataba con moros era un morisco converso y se dirigía a ellos en árabe andalusí y cuando lo hacía con cristianos les hablaba en castellano y se comportaba como un cristiano viejo. La sangre leonesa de su madre le ayudaba en la simulación, pues había heredado de ella su tez clara y sus ojos celtas, hablaba el castellano con un fuerte acento leonés y lo había enseñado a sus hijos al mismo tiempo que el árabe andalusí, de manera que los niños lo hablaban perfectamente con el mismo acento que su padre sin levantar ninguna sospecha.
Su esposa era originaria de la ciudad de Montpellier. Había sido raptada muy joven por unos corsarios sarracenos y llevada al mercado de Ronda, donde Ahmed trabajaba en la ornamentación del palacio del emir. Cuando una mañana escuchó al mercader de esclavos anunciar a gritos la venta de una niña cristiana, le picó la curiosidad y se acercó a la plaza de la ciudad, donde se arremolinaba una muchedumbre de curiosos. Sobre una tarima de madera había una docena de esclavos de distintas edades con las manos fuertemente maniatadas con una soga de esparto y los tobillos rodeados por pesadas argollas de hierro oxidado (del árabe andalusí alḡúlla). Estaban de pie muy juntos, semidesnudos, con la cabeza agachada y los ojos llorosos mirando al suelo. Joana había sido obligada por el mercader a dar un paso hacia adelante con un bastonazo y lloraba temblorosa en silencio.
Cuando Ahmed la vio tan menuda, tan bonita, tan frágil, tan blanca, tan aterrorizada y vulnerable, con su pelo rubio desaliñado y sus piececitos descalzos e hinchados por las argollas que rodeaban sus tobillos y le habían abierto espantosas heridas, se acordó enseguida de su madre, sintió una puñalada en el pecho, se le humedecieron los ojos y su corazón le ordenó que la comprase costase lo que costase. Otro hombre estaba interesado en la pequeña, pero sólo ofrecía una moneda de oro por ella, así que a Ahmed le bastó con doblar la oferta para hacerse con la niña. La cogió en brazos, pues no podía caminar y se la llevó a su casa. Por el camino intentó tranquilizarla hablándole en castellano, pero ella no le entendía pues sólo conocía el occitano. La pobre Joana apestaba a heces y orines y un andrajoso vestido de tela de cáñamo cubría su demacrado cuerpecito. Tendría unos 9 años. Ahmed se desposó al día siguiente con ella, pues aborrecía la idea de tenerla como esclava, pero la respetó hasta que se hizo mujer. Joana no tardó en cogerle un gran cariño, primero como a un padre y después como a un esposo y le dio siete hermosos hijos de tez blanca, a los que hablaba siempre en occitano con el fuerte acento de su Montpellier natal. Sólo se dirigía a ellos en la lengua andalusí, que Ahmed le había enseñado, cuando tenían visitas en la casa.
El horno pronto estuvo acabado. Tenía la planta circular y una altura de más de dos metros. Estaba dividido en dos compartimentos superpuestos separados por una parrilla de ladrillos con espacios vacíos entre ellos, que permitían el paso del calor del fuego que subía del compartimento inferior sin que la leña en combustión entrase en contacto directo con las piezas de cerámica. Ahmed colocó cuidadosamente los primeros azulejos crudos sobre la parrilla en el compartimento superior, mandó a los libertos que llenasen de leña el compartimento inferior y entonces se dirigió a Taufik para ofrecerle el honor de prenderle fuego por primera vez.
Zulema seguía yendo cada mañana al bosque de abetos, saludaba con una sonrisa a Taufik y a los demás hombres y se sentaba a los pies del viejo abeto cuyo tronco albergaba el alma de su padre. El día siguiente de la llegada de los artesanos les había llevado dulces de almendra supuestamente amasados y horneados por ella misma, pero la verdad es que no era exactamente así, pues Zulema no sabía cocinar, no lo había hecho nunca. Durante su corta vida sólo había trabajado en la limpieza de la casa de sus amos, lavado la ropa en una fuente cercana y acarreado agua y leña como una bestia de carga. El éxito de sus primeros dulces, por tanto, tenía truco. Sin decir nada a Taufik, mientras éste se encontraba de viaje en Ubrique, había pedido ayuda a una vieja esclava morisca con fama de buena cocinera de comida andalusí llamada Zahara, que vivía en una casita de adobe a las afueras de Grazalema. La anciana había accedido encantada a ayudarla, pues se aburría de estar ociosa todo el día, acostumbrada a trabajar duro durante toda su vida. Su amo la había liberado hacía unos pocos meses tras más de 60 años de esclavitud, agradecido por sus excelentes servicios y su fidelidad y le había regalado la pequeña casa.
Los libertos sentían un gran afecto por Taufik. Le respetaban, admiraban y apreciaban como si de un hermano mayor se tratase. Trabajaban para él de sol a sol sin desfallecer agradecidos por haberlos liberado de la esclavitud. Tenían más o menos su misma edad y vivían los seis juntos en una gran choza cercana al palacio que habían construido con sus propias manos ensamblando troncos de abetos jóvenes. Todos sus gastos corrían a cargo de Taufik, que se mostraba muy generoso con ellos, pues él también les estimaba como a hermanos.
A Ahmed le gustaban las cosas bien hechas. Era un artesano famoso conocido en toda la bahía de Cádiz. Vivía con su familia en una pequeña aldea cercana a las ruinas de la antigua Algeciras. Había sobrevivido a la reconquista gracias a su astucia y a la gran admiración que despertó su taller, su maestría y su digna y serena apostura en los invasores cristianos cuando éstos entraron en su casa. Él, su esposa, sus siete hijos y sus dos aprendices esperaban aterrorizados la entrada de los infieles del norte sentados muy juntos sobre almohadones (del árabe andalusí almuẖádda) en el centro de la casa, en silencio, sabedores que de nada les serviría intentar defenderse. Las paredes del interior de la vivienda estaban adornadas con bellísimos mosaicos que refulgían con luz propia con destellos multicolores y en el suelo había varios armatostes de madera sobre los que se distribuían cientos de azulejos de múltiples formas y colores, colocados dibujando figuras geométricas y motivos florales para ser luego llevados a algún palacio de nueva construcción y montados cubriendo sus paredes interiores.
Cuando los cristianos llegaron al umbral de la puerta se la encontraron abierta, extrañados se asomaron al interior de la casa y una amable voz masculina hablando en un perfecto castellano les dio la bienvenida. Era Ahmed que además de un excelente artesano era un gran erudito que dominaba el castellano, el latín, el griego y el árabe andalusí y conocía los mágicos secretos del arte de la alquimia, la aritmética, la astrología y la música. Su aparente serenidad, el tono suave y amable de su voz, la gran maestría y belleza que mostraban sus mosaicos y la visión de su esposa e hijos sentados en el suelo todos cabizbajos en señal de sumisión y respeto, apaciguó el ansia de sangre de los invasores y el cabecilla ordenó a sus soldados que les respetasen la vida y los bienes, dejando a dos de ellos haciendo guardia en la entrada para que nadie les hiciera daño.
La inteligente pantomima teatral para lograr sobrevivir le había salido bien a Ahmed. No le había costado mucho organizar la escena, pues en sus venas corría sangre cristiana, la de su madre leonesa de nombre Ximena que su padre había comprado a un mercader de esclavos de Granada. Conocía pues las extrañas costumbres de los infieles del norte. Cuando llegó la terrorífica noticia de la cercanía de las huestes invasoras, Ahmed ordenó a su mujer, a sus hijos y a los dos aprendices que se vistiesen rápidamente con ropas cristianas y escondió los objetos y adornos musulmanes más llamativos, sustituyéndolos por un gran crucifijo y una imagen de la Virgen María con el niño Jesús en brazos. Luego les hizo sentar todos juntos alrededor de su esposa en el centro de la estancia y obligó a memorizar un nombre cristiano a cada uno de sus hijos y a los dos aprendices. Su esposa no tuvo necesidad de aprender un nombre distinto al suyo verdadero, Joana, pues era una esclava cristiana que Ahmed había comprado por dos monedas de oro en el mercado de esclavos de Izn-Rand Onda (ciudad de Ronda, la primitiva Arunda de los fenicios). Cuando el cabecilla de la horda de cristianos preguntó el nombre al más pequeño de los niños, éste levantó la cabeza, le miró con sus grandes ojos azules heredados de su abuela Ximena y le contestó muy serio con su vocecita inocente: "Me llamo Antonio, señor."
Ahmed se hizo llamar Emeterio y desde aquel día él y su familia siguieron morando tranquilamente en su casa como cristianos, como si para ellos nada hubiera cambiado. Todos sus vecinos moros habían sido masacrados salvajemente, de manera que no quedó nadie en la aldea que pudiera denunciar a los cristianos la falsedad de Ahmed. El jugaba a nadar entre dos aguas. Cuando trataba con moros era un morisco converso y se dirigía a ellos en árabe andalusí y cuando lo hacía con cristianos les hablaba en castellano y se comportaba como un cristiano viejo. La sangre leonesa de su madre le ayudaba en la simulación, pues había heredado de ella su tez clara y sus ojos celtas, hablaba el castellano con un fuerte acento leonés y lo había enseñado a sus hijos al mismo tiempo que el árabe andalusí, de manera que los niños lo hablaban perfectamente con el mismo acento que su padre sin levantar ninguna sospecha.
Su esposa era originaria de la ciudad de Montpellier. Había sido raptada muy joven por unos corsarios sarracenos y llevada al mercado de Ronda, donde Ahmed trabajaba en la ornamentación del palacio del emir. Cuando una mañana escuchó al mercader de esclavos anunciar a gritos la venta de una niña cristiana, le picó la curiosidad y se acercó a la plaza de la ciudad, donde se arremolinaba una muchedumbre de curiosos. Sobre una tarima de madera había una docena de esclavos de distintas edades con las manos fuertemente maniatadas con una soga de esparto y los tobillos rodeados por pesadas argollas de hierro oxidado (del árabe andalusí alḡúlla). Estaban de pie muy juntos, semidesnudos, con la cabeza agachada y los ojos llorosos mirando al suelo. Joana había sido obligada por el mercader a dar un paso hacia adelante con un bastonazo y lloraba temblorosa en silencio.
Cuando Ahmed la vio tan menuda, tan bonita, tan frágil, tan blanca, tan aterrorizada y vulnerable, con su pelo rubio desaliñado y sus piececitos descalzos e hinchados por las argollas que rodeaban sus tobillos y le habían abierto espantosas heridas, se acordó enseguida de su madre, sintió una puñalada en el pecho, se le humedecieron los ojos y su corazón le ordenó que la comprase costase lo que costase. Otro hombre estaba interesado en la pequeña, pero sólo ofrecía una moneda de oro por ella, así que a Ahmed le bastó con doblar la oferta para hacerse con la niña. La cogió en brazos, pues no podía caminar y se la llevó a su casa. Por el camino intentó tranquilizarla hablándole en castellano, pero ella no le entendía pues sólo conocía el occitano. La pobre Joana apestaba a heces y orines y un andrajoso vestido de tela de cáñamo cubría su demacrado cuerpecito. Tendría unos 9 años. Ahmed se desposó al día siguiente con ella, pues aborrecía la idea de tenerla como esclava, pero la respetó hasta que se hizo mujer. Joana no tardó en cogerle un gran cariño, primero como a un padre y después como a un esposo y le dio siete hermosos hijos de tez blanca, a los que hablaba siempre en occitano con el fuerte acento de su Montpellier natal. Sólo se dirigía a ellos en la lengua andalusí, que Ahmed le había enseñado, cuando tenían visitas en la casa.
El horno pronto estuvo acabado. Tenía la planta circular y una altura de más de dos metros. Estaba dividido en dos compartimentos superpuestos separados por una parrilla de ladrillos con espacios vacíos entre ellos, que permitían el paso del calor del fuego que subía del compartimento inferior sin que la leña en combustión entrase en contacto directo con las piezas de cerámica. Ahmed colocó cuidadosamente los primeros azulejos crudos sobre la parrilla en el compartimento superior, mandó a los libertos que llenasen de leña el compartimento inferior y entonces se dirigió a Taufik para ofrecerle el honor de prenderle fuego por primera vez.
Semillas de cardamomo, Elettaria cardamomum.
Zulema seguía yendo cada mañana al bosque de abetos, saludaba con una sonrisa a Taufik y a los demás hombres y se sentaba a los pies del viejo abeto cuyo tronco albergaba el alma de su padre. El día siguiente de la llegada de los artesanos les había llevado dulces de almendra supuestamente amasados y horneados por ella misma, pero la verdad es que no era exactamente así, pues Zulema no sabía cocinar, no lo había hecho nunca. Durante su corta vida sólo había trabajado en la limpieza de la casa de sus amos, lavado la ropa en una fuente cercana y acarreado agua y leña como una bestia de carga. El éxito de sus primeros dulces, por tanto, tenía truco. Sin decir nada a Taufik, mientras éste se encontraba de viaje en Ubrique, había pedido ayuda a una vieja esclava morisca con fama de buena cocinera de comida andalusí llamada Zahara, que vivía en una casita de adobe a las afueras de Grazalema. La anciana había accedido encantada a ayudarla, pues se aburría de estar ociosa todo el día, acostumbrada a trabajar duro durante toda su vida. Su amo la había liberado hacía unos pocos meses tras más de 60 años de esclavitud, agradecido por sus excelentes servicios y su fidelidad y le había regalado la pequeña casa.
Semillas de sésamo o ajonjolí, Sesamum indicum.
Zulema le había rogado que se quedase a vivir con ella. La anciana tenía las rodillas y los pies deformados por la artrosis y le costaba mucho caminar, así que le gustó mucho la oferta de la muchacha y aceptó quedarse. Ambas detestaban la soledad y convivir juntas en aquella casita les pareció una idea muy atractiva. Durante los primeros días Zahara cocinó sola, explicando a la muchacha paso a paso sus secretos de vieja cocinera. Zulema metía luego la comida preparada en las dos bolsas de unas alforjas (del árabe andalusí alẖurǧa), las cargaba a los lomos de una burra y se la llevaba a los nueve hombres que trabajaban de sol a sol en la ornamentación del palacio.
En ningún momento sospecharon que la comida no había sido cocinada por Zulema. Con tanto trabajo tenían un hambre atroz y esperaban con ansia la llegada de la muchacha. Cuando alguno de ellos la veía a lo lejos acercarse con la burrita, avisaba a los demás con un ¡ya viene! y las glándulas salivares de aquellos nueve hombres automáticamente empezaban a salivar y sus estómagos rugían en sus vientres. Taufik no se libraba de aquella reacción instintiva y su sensación de hambre se mezclaba con la inmensa alegría de ver a su amada, pues cada día estaba más locamente enamorado de ella
Una vez les había servido la comida sobre una gran estera de esparto bajo la sombra del viejo abeto que albergaba el alma de su padre, Zulema se sentaba como siempre a los pies del árbol y les observaba divertida. Ellos estaban absortos dándose un atracón y todos salvo Taufik se olvidaban de su presencia. Mientras saboreaban aquellos deliciosos manjares preparados por Zahara no paraban de proferir exclamaciones de placer por lo rico que se les antojaba el tajín de cordero en salsa de cardamomo, el cuscús de pollo al azafrán, el hummus de garbanzos en salsa de sésamo, las lentejas con espárragos trigueros, las cebollas confitadas a la albahaca, el tajín de pollo a la miel de romero, el rabo de ternera a la canela, las setas asadas al ajiaceite, la crema de nueces con huevos de paloma, las chuletas de cordero al comino, los cogollos de hinojo a la granadina, los pies de cordero encebollados, los albaricoques confitados a la canela, la crema de mandarina al aroma de hierbaluisa, el guirlache de sésamo y avellanas, el turrón de piñones, las naranjas rellenas de crema de melocotón, las manzanas a la miel de azahar, la torta de la favorita del emir, el queso de cabra al almíbar de tomillo, .....
Zulema no podía reprimir la risa escuchando tanto gruñido, tanto uhmmm, tanto chupeteo de dedos, tanto chasquido de bocas, tantos suspiros de placer, tantas exclamaciones de ¡qué rico!, tantas afirmaciones de ¡ni el califa de Córdoba comía mejor que nosotros!, ... y para que no vieran lo bien que se lo pasaba, lo mucho que se divertía haciendo felices sus estómagos, se cubría su hermosa sonrisa y sus ojos brillantes de alegría con el velo de algodón blanco.
En ningún momento sospecharon que la comida no había sido cocinada por Zulema. Con tanto trabajo tenían un hambre atroz y esperaban con ansia la llegada de la muchacha. Cuando alguno de ellos la veía a lo lejos acercarse con la burrita, avisaba a los demás con un ¡ya viene! y las glándulas salivares de aquellos nueve hombres automáticamente empezaban a salivar y sus estómagos rugían en sus vientres. Taufik no se libraba de aquella reacción instintiva y su sensación de hambre se mezclaba con la inmensa alegría de ver a su amada, pues cada día estaba más locamente enamorado de ella
Canela en rama, Cinnamomum zeylanicum.
Una vez les había servido la comida sobre una gran estera de esparto bajo la sombra del viejo abeto que albergaba el alma de su padre, Zulema se sentaba como siempre a los pies del árbol y les observaba divertida. Ellos estaban absortos dándose un atracón y todos salvo Taufik se olvidaban de su presencia. Mientras saboreaban aquellos deliciosos manjares preparados por Zahara no paraban de proferir exclamaciones de placer por lo rico que se les antojaba el tajín de cordero en salsa de cardamomo, el cuscús de pollo al azafrán, el hummus de garbanzos en salsa de sésamo, las lentejas con espárragos trigueros, las cebollas confitadas a la albahaca, el tajín de pollo a la miel de romero, el rabo de ternera a la canela, las setas asadas al ajiaceite, la crema de nueces con huevos de paloma, las chuletas de cordero al comino, los cogollos de hinojo a la granadina, los pies de cordero encebollados, los albaricoques confitados a la canela, la crema de mandarina al aroma de hierbaluisa, el guirlache de sésamo y avellanas, el turrón de piñones, las naranjas rellenas de crema de melocotón, las manzanas a la miel de azahar, la torta de la favorita del emir, el queso de cabra al almíbar de tomillo, .....
Semillas de comino, Cominum cyminum.
Zulema no podía reprimir la risa escuchando tanto gruñido, tanto uhmmm, tanto chupeteo de dedos, tanto chasquido de bocas, tantos suspiros de placer, tantas exclamaciones de ¡qué rico!, tantas afirmaciones de ¡ni el califa de Córdoba comía mejor que nosotros!, ... y para que no vieran lo bien que se lo pasaba, lo mucho que se divertía haciendo felices sus estómagos, se cubría su hermosa sonrisa y sus ojos brillantes de alegría con el velo de algodón blanco.
Vaya! Estás empollado en cocina andalusí! A mí me encannnnnta y algo he aprendido cuando he estado en Marruecos alojada con una familia bereber de Meknes.
ResponderEliminarPues no sabes Carmela lo que te envidio, con lo que a mí me gusta la comida exótica. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy bien Juan. Besos.
ResponderEliminarExcelente e interesante la historia de Zulema y los platos que citas deben de estar para chuparse los dedos ¡madre mía, qué ricos!
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias, Teresa y Montse. La cocina andalusí era muy parecida a la actual del norte de África. Un abrazo.
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