sábado, 13 de septiembre de 2014

Hermana encina, hermana humana.

La sembró Robustiano de una bellota dulce el mismo día en que su esposa Matilde le anunció que estaba embarazada de su primer hijo. Permaneció bajo tierra todo el otoño e invierno y, cuando el feto se dio la vuelta en el abultado vientre de su madre y se colocó cabeza abajo en dirección al canal del parto, la larga raíz pivotante de la bellota empezó a ramificarse y a absorber agua y minerales, y el botón germinal despertó de su letargo y se alargó hacia arriba perforando la tierra extremeña buscando la luz.


El día en que Matilde echó al mundo a la pequeña Eufrasia, tras un largo, penoso y doloroso parto, la diminuta encina abrió su primera hoja y la encaró hacia los rayos del sol. Robustiano se acordó de ella, fue al lugar donde la había sembrado, y le saltaron las lágrimas por la emoción al verla ya nacida. Con el corazón henchido de felicidad fue en busca de un cubo de agua y la regó amoroso susurrándole palabras llenas de ternura: "¡Qué bonita eres, encinita mía, tanto como mi niña! Te llamaré Heliodora, porque eres hija del sol. Un día Eufrasia se cobijará bajo tu sombra y comerá tus bellotas, porque las darás dulces, ¿verdad?"

Con sólo unos meses una mañana Robustiano cogió a su niña en brazos, después de que ésta llenase a rebosar su estómago con la nutritiva leche de su madre, y se la llevó a la dehesa, que había heredado de su padre, por un estrecho sendero que serpenteaba entre vetustos castaños. El hombre estaba tan emocionado mirando la carita de Eufrasia iluminada por los intensos rayos del sol naciente, que no vio una roca que sobresalía medio palmo por encima de la tierra y tropezó. Justo cuando iba a caerse de bruces con la niña en brazos, una fuerza invisible tiró de él por la espalda y evitó su caída. A Robustiano se le aceleró el corazón alocadamente en su pecho y sintió un escalofrío que le recorrió todo el espinazo. "La Providencia protege a mi niña" —pensó.

La pequeña Heliodora medía ya un palmo y lucía una docena de hojas espinosas de un intenso color verde oscuro. Ya no podía ser más bonita. Robustiano se sentó en el suelo a su vera con su niña en brazos y las presentó. "Mira, Eufrasia, tesorito mío, ésta es Heliodora, tu encina". La pequeña alargó su manita y quiso tocarla, pero una espina traicionera de la hoja apical le pinchó en un dedito, sintió un dolor muy vivo y estalló en un fragoroso llanto. Robustiano reía y lloraba a la vez intentando consolarla y se la comía a besos, saboreando en sus labios la sal de los dos regueros de lágrimas que brotaban de los ojos de su niña.

Pasaron los años y un caluroso día de verano Eufrasia se atrevió a ir sola a ver a su encina. En una cestita llevaba una botella llena de agua para regar sus sedientas raíces. Heliodora medía ya un metro de altura y estaba preciosa. Robustiano la había protegido del famélico hocico de los venados, las ovejas y las cabras con una espinosa tela metálica. La niña tendría unos ocho años. Había aprendido de su padre a hablarle palabras bonitas a su encina. "Heliodora, hermanita mía, tienes mucha sed, ¿verdad? Toma, bebe esta agüita tan buena que te he traído. Espero con ansia que te hagas muy alta y frondosa para cobijarme bajo tu sombra". Desde aquel día Eufrasia adoptó la costumbre de acudir casi a diario a ver a su encina recorriendo el largo y tortuoso sendero del castañar. Siempre le llevaba un regalo: en primavera y verano una botellita de agua fresca y en otoño e invierno un puñado de estiércol de oveja, que repartía alrededor de la base de su tallo, como si le diera una golosina.

Con tanto amor Heliodora creció sana, fuerte y vigorosa, y al cabo de unos años su copa se extendió en anchura, y Eufrasia ya pudo por fin cobijarse bajo su sombra. La niña también había crecido y una mañana, estando sentada a los pies de su encina con la espalda apoyada en su tronco, sintió una desconocida humedad cálida en su naturaleza de adolescente, y unas gotas de su primera sangre menstrual regaron y abonaron las raíces de Heliodora. Eufrasia se llevó la mano ahí abajo, se la miró luego y, al verla ensangrentada, se asustó. Quiso levantarse para correr a decírselo a su madre pero no pudo. Fue entonces cuando escuchó por primera vez la profunda voz ronca de su encina: "No te asustes, hermanita mía, no te pasa nada malo, es sólo que hoy te has hecho mujer. Mira, yo también ya soy adulta, estoy madurando mis primeras bellotas para ti".


Unos meses después, a principios de otoño, el día en que se cumplía el decimoquinto aniversario en que Eufrasia fue engendrada en el vientre de su madre, la niña-mujer acudió a ver a su amada encina, le regaló como siempre hacía varios puñados de nutritivo estiércol de oveja, y entonces escuchó por segunda vez en su mente la ronca voz de madera de Heliodora. "Gracias por esta golosina, hermanita mía. Yo también tengo un regalo para ti. Levanta los ojos y en uno de mis brotes verás mis tres primeras bellotas. Ya están maduras y son tan dulces como tu alma. Cógelas. Son mi regalo. Dale una a tu padre que me sembró, otra a tu madre que te parió y me dio una hermana humana y la tercera cómetela tú. Espero que os gusten".

Enlace a la segunda parte--->Hermano bosque, hermana humana

9 comentarios:

  1. Hola Joan,
    No sé porqué me ha venido a la mente la canción de Serat, " Se llamaba manuel, nació en España......
    Molt bonic,
    Juanma

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  2. Preciosos relato. Por mi tierra tenemos cantidad de ese árbol maravilloso que es la encina.
    Saludos

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    1. Muchas gracias, Pini. También por mi tierra es muy abundante a pesar de tanta destrucción. Un saludo.

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  3. Juan, que lindo relato, me veía por la dehesa de mí pueblo. Besos.

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  4. Bonito y muy tierno... Gràcies Joan!

    Un abrazo.
    Matilde

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