sábado, 14 de enero de 2017

Hermano bosque, hermana humana

(Segunda parte de Hermana encina, hermana humana)

La quinceañera Eufrasia no quiso comerse la primera bellota de Heliodora, su hermana encina. Esta la había madurado para ella en su primera fructificación. Era un regalo de amor hacia su hermana humana. Bueno, en realidad había madurado tres, pero las otras dos eran para los padres de Eufrasia. Ellos sí se las comieron. 


A Robustiano, su padre, se le humedecieron los ojos por la emoción cuando sintió en su boca el dulzor de la pulpa blanca de la bellota. Él lo había intuido quince años atrás cuando sembró la semilla de la que nacería Heliodora. Los frutos del amor deben ser dulces, en justicia no pueden ser amargos, y Robustiano la había sembrado con mucho amor. 

Eufrasia, pues, no se comió su bellota. Tras darles a sus padres las otras dos, se guardó la suya en un bolsillo y estuvo pensando qué hacer con ella durante toda la tarde. No habiendo encontrado todavía una respuesta, por la noche, nada más acostarse y dormirse, empezó a soñar y en su mente vio en sueños un inmenso bosque de imponentes encinas, tan tupido que bajo las copas de los árboles, en el sotobosque, reinaba una oscuridad casi absoluta. Solo algún travieso rayo del sol osaba atravesar aquel inmenso mar de ramas y hojas creando un paisaje de ensueño, de cuento de hadas. 


Se veía a sí misma paseando por el interior del encinar, acariciando con ternura los gruesos, oscuros y rugosos troncos de las encinas, hablándoles palabras bonitas, como había aprendido a hacer imitando a su padre, aspirando el aire húmedo, limpio y fresco con aroma a hojarasca buena, sintiendo como una caricia en sus oídos el suave murmullo de las hojas mecidas por la brisa y el piar feliz de los pajarillos que allí vivían y notando el agradable crepitar del grueso mantillo bajo sus pies. De pronto, en lo más profundo de aquel bosque interminable, se encontró con un árbol descomunal, un coloso, un gigante vegetal, la encina más alta y gruesa de todo el encinar, cuya enorme copa de oscuras hojas sobrepasaba en muchos metros a todas las demás. Era Heliodora, su hermana de madera. 


Habían transcurrido más de sesenta años y ambas hermanas, la humana y la arbórea, eran ya dos ancianas septuagenarias. Eufrasia la reconoció enseguida, se abrazó a su tronco, besó su áspera corteza, y le saltaron las lágrimas de pura emoción. La quería con toda el alma.

Cuando Eufrasia despertó de su sueño, miró la bellota con ternura, la acarició entre sus dedos, le dio un beso, y entonces se le iluminaron los ojos y de pronto supo lo que tenía que hacer. Se vistió a toda prisa, desayunó el vaso de leche de cabra con miel de romero que le había preparado su madre Matilde y salió corriendo hacia el campo presa de una gran excitación. En su mano llevaba la primera bellota de Heliodora. 

Atravesó rauda el tortuoso sendero del castañar y llegó a donde estaba su amada hermana de madera. La miró con ternura sintiendo un gran amor por ella y en su mente le habló palabras bonitas.

—Heliodora, hermanita mía, no quiero tu primera bellota. Te agradezco tu regalo de amor, pero es tu hija y sería una crueldad comérmela y matarla. Yo te la devuelvo para que de ella nazca otra encina tan hermosa como tú. La sembraré cerca de ti y así la verás crecer y os haréis compañía —le dijo emocionada su hermana humana.

—Eufrasia, hermanita mía, tu gesto al devolverme a mi hijita es mucho más hermoso que el mío al regalártela. Verla crecer a mi lado me llenará de felicidad. ¡Gracias, muchísimas gracias! —le contestó su hermana encina con su ronca y profunda voz de madera.

La muchacha buscó entonces un palo, cavó con él un pequeño hoyo en la tierra y sembró allí la bellota y, como hiciera con Heliodora, cada día de primavera y verano le llevó una botella de agüita dulce para que bebieran sus raíces sedientas y en otoño e invierno un puñado de nutritivo estiércol de oveja, como si de una golosina se tratase, para que estuviera bien alimentada y creciera sana y vigorosa como su madre.


Y así, a partir de entonces, cada otoño Eufrasia recogía la abundante cosecha de bellotas dulces de Heliodora, sembraba la mitad de ellas alrededor de su hermana encina y les llevaba a sus padres la otra mitad. Sesenta años después las decenas de miles de bellotas que había sembrado año tras año alrededor de su hermana Heliodora se habían convertido en un bosque inmenso, bellísimo, tan tupido que resultaba casi impenetrable y sobre todo rebosante de vida, tanto que miríadas de aves y otros animalillos lo habían convertido en su hogar y llenaban su silencio con sus incesantes cánticos de alegría de vivir. 

Eufrasia lo dejó escrito en su testamento: "Cuando muera, quiero que esparzan mis cenizas a los pies de mi hermana encina. Así sus raíces se alimentarán de los minerales que forman mi cuerpo, y pasaré a formar parte de ella, de su tronco, de sus ramas, de sus hojas, de sus bellotas y de su alma de madera".


17 comentarios:

  1. Una bella historia, muchas gracias a ti a Heliodora y Eufrasia. Un saludo desde Plantukis

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  2. ¡ Muy bonita ! Besos y buen día.

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  3. Una historia inspiradora por un relator inspirado. Un abrazo.

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  4. ¡Qué historia tan conmovedora! Me ha gustado mucho y más porque nos enseña a hermanarnos más con la madre naturaleza, que a veces parece que la tenemos olvidada.
    Un beso enorme.

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    1. Muchas gracias, Montse. Por desgracia es así. La naturaleza sólo interesa para explotarla y destruirla.
      Un fuerte abrazo.

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  5. Un abrazo y muchas gracias por el bello relato.

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  6. Juan ¿ que tal todo por ahí, con tanta lluvia y nieve ? espero que todos los árboles estén bien y todo lo demás. Un abrazo.

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    1. Gracias, Teresa. Sí, de momento están todos bien, aguantando el mal tiempo como campeones.
      Un abrazo.

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  7. What a wonderful history, Juan!!
    Thank you.
    Abrazos
    Barbara

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    1. Muchas gracias, Barbara. ¿Has leído la primera parte?
      Un abrazo.

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  8. Una historia hermosa, como todas tus historias. Me ha gustado. A la próxima vamos a por una que quiero probarlas. Una abraçada.

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