Taufik no había estado nunca antes en Ubrique. Aquella soleada mañana había llegado muy alegre al pequeño pueblo pensando que los ubriqueños al no conocerle serían amables y acogedores con él, pero se encontró con un ambiente enrarecido cargado de violencia contenida y una población dividida en dos grupos irreconciliables, que se odiaban tanto como se temían. Ignoraba que en este pueblo los moros eran tan numerosos como los cristianos, y esa paridad generaba mucha agresividad y odio entre ellos.
Bellísimo pueblo blanco de Ubrique enclavado en un lugar paradisíaco.
En Grazalema, en cambio, los moros habían sido masacrados por los cristianos del norte en la "reconquista" y sólo habían sobrevivido unas pocas docenas de niños denigrados a la condición de esclavos, los llamados morisquillos por los cristianos viejos. El hecho de haber sido "convertidos" y bautizados no les libraba de la esclavitud. Salema y Taufik, es decir, Beatriz y Fernando, eran dos de estos niños, dos morisquillos. Al estar en franca minoría los moros grazalemeños no se atrevían a plantar cara a los cristianos y estaban totalmente sometidos. Aunque en apariencia contradictorio era precisamente ese sometimiento, esa sumisión a la voluntad de sus amos lo que creaba un ambiente tolerante que daba una cierta libertad a los esclavos de Grazalema. Eso evitaba que fueran castigados por hablar entre ellos en su algarabía andalusí.
Majestuoso roble andaluz, Quercus canariensis.
Durante el largo rato que estuvo en el camino del bosque de robles y encinas intentando serenarse y recobrar la compostura, Taufik ató la yegua a una rama de un quejigo, a cuyo alrededor crecía abundante hierba, que el animal devoró con ansia como si llevase varios días sin comer, y luego se paseó por aquel bosque como ensimismado y con los ojos todavía llorosos, tratando de devolver al olvido los terroríficos recuerdos de su infancia. Necesitaba desesperadamente engañar su memoria, bloquearla, cubrirla de un tupido manto para que aquellos recuerdos no le siguieran atormentando el resto de sus días. Sólo así podría sobrevivir y ser feliz con su amada Salema.
Grueso tronco de un quejigo, Quercus faginea, en un bosque mixto de robles y encinas.
Parecía mirar lo que le rodeaba pero no lo veía, pues sus ojos estaban nublados y miraban hacia dentro. Caminaba sin rumbo hablando para si mismo, moviendo los labios sin proferir ningún sonido y se secaba las lágrimas que le brotaban con su mano temblorosa. "Madre mía, mi adorada Om Zahira, que te dejaste matar para que yo pudiera salvarme. ¡Cómo te extraño!. ¡Qué feliz y orgullosa estarías viéndome ya crecido y qué dichoso sería yo besando tus manos y presentándote a tu futura nuera para que me dieras tu aprobación. Seguro que Salema sería de tu agrado!" La sangre le hervía en sus venas de rabia, de tristeza, de impotencia, de desesperación. La sensación permanente de vivir rodeado de personas que le odiaban y despreciaban por ser moro le provocaba un sufrimiento espantoso. Nunca le había hecho daño a nadie, no se merecía aquel castigo tan cruel.
(La palabra om significa madre en árabe)
Un ruido repentino segó sus pensamientos y le devolvió a la realidad. Su mente dejó de escuchar los desgarradores alaridos de su madre mientras la asesinaban, grabados de manera imborrable en sus neuronas, y sus ojos volvieron a brillar y dejaron de mirar hacia el interior de su mente. Era un mirlo macho que cantaba feliz sobre la rama más alta de una encina. Taufik se lo quedó mirando como hipnotizado. Su canto era bellísimo, contundente, lleno de fuerza. Desde niño siempre le había gustado el gorjeo de los mirlos. Se echaba sobre la hierba o la hojarasca, cerraba los ojos y escuchaba aquel maravilloso canto que el eco devolvía y parecía responder al pájaro, como si de otro macho se tratase.
Encina, Quercus ilex, en una dehesa gaditana.
Poco a poco su mente se fue serenando, su corazón aminoró sus latidos, sus ojos se secaron, sus manos dejaron de temblar, su sudor se evaporó y una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios. Aquel animalito que proclamaba a los cuatro vientos que aquel trocito de bosque era suyo consiguió apaciguar el alma atormentada de aquel joven, que a sus todavía tiernos veinte años se había visto obligado a madurar antes de tiempo. "Gracias, mirlito, que Alá te lo pague con muchos hijitos como tú" —le dijo con una amplia sonrisa y el ánimo ya recuperado.
Desató la yegua que estaba ahíta de tanta hierba que había comido, se subió a sus lomos de un salto y se dispuso a recorrer el último tramo del camino que llevaba al palacio de Don Gonzalo.
Era la casa más grande y más hermosa que Taufik había visto en toda su vida. La puerta estaba abierta y no se oía ningún ruido. Taufik se apeó de la yegua, la ató a la rama de un viejo naranjo cargado de frutos y se asomó al interior de aquel maravilloso edificio. "¡Ah de la casa!" —gritó, pero nadie le respondió. Movido por una curiosidad irresistible entró y empezó a proferir exclamaciones de admiración ante tanta belleza. Era un palacio como el que había imaginado para Salema, pero muchísimo más grande, todo cubierto por dentro y por fuera de bellísimos mosaicos de azulejos multicolores dibujando figuras geométricas y motivos vegetales y las vigas de las techumbres adornadas con artesonados arabescos de madera de cedro, cuya resina confería al aire un delicioso aroma a casa nueva.
"¡Buenos días, muchacho!" Taufik dió un brinco sobresaltado al escuchar a sus espaldas aquel vozarrón de castellano viejo y se dio la vuelta mientras contestaba al saludo. "¡Buenos días, señor.... Don Gonzalo!" Durante unos segundos se miraron a los ojos, se leyeron el alma y sintieron que simpatizaban. El rico cristiano era un hombretón alto y corpulento de piel muy blanca manchada con numerosas pecas y una generosa barba pelirroja. Tendría unos veinticinco años. Se había instalado en Ubrique tras la reconquista y llevaba unos meses casado con una hermosa morisca, a la que había liberado de la esclavitud en un mercado de esclavos de Algeciras.
—Tu debes ser el joven de Grazalema que busca artesanos, ¿verdad? —le dijo mirándole a los ojos con su poderosa y a la vez amable voz de fornido varón. Don Gonzalo tenía aspecto de hombre bonachón, su mirada era franca y noble. Taufik se dio cuenta de que no se dirigía a él como a un moro, como a un esclavo, como a un inferior, no se sintió despreciado ni odiado y por primera vez en su vida fue capaz de sentir simpatía por un cristiano.
—Así es, señor —le contestó con timidez—. Estoy construyendo un pequeño palacio para mi futura esposa y necesito artesanos para adornar las paredes y techumbres. En el pueblo me han asegurado que aquí encontraría lo que busco.
—Pues has llegado justo a tiempo. Los dos artesanos moriscos que han hecho este magnífico trabajo, ganándose con creces el oro que les he pagado, parten mañana hacia Algeciras. Ven conmigo y hablarás con ellos —le contestó afable Don Gonzalo, mientras posaba su mano sobre sus hombros en actitud amistosa, como si le conociera de toda la vida.
Taufik creía estar soñando. Tras la terrorífica experiencia con la horda de cristianos todo parecía haberse vuelto amable. Aquel hombretón de pura raza celta venido de la lejana Galicia no albergaba ningún odio hacia los moros. Nunca un cristiano le había tratado con tanto respecto, tanta amabilidad, de igual a igual. Casi estuvieron a punto de saltarle dos grandes lágrimas de agradecimiento, pero se contuvo.
Pulpa de naranja semisanguina.
—¡Qué hermosura de naranjas! —exclamó para disimular la intensa emoción que le embargaba, mientras atravesaban un magnífico huerto de naranjos, mandarinos, limeros y limoneros, de camino a la pequeña casita aneja al palacio donde habían vivido durante meses los dos artesanos.
—Sí, son las mejores de toda la comarca. Cuando compré los terrenos, el cristiano que me los vendió me dijo que habían pertenecido a un noble moro oriundo de Valencia, que murió defendiendo sus tierras durante la reconquista. Prueba ésta, te va a gustar, la llamamos naranja de sangre —le informó, mientras alargaba una mano, arrancaba una naranja con manchas rojas y se la ofrecía acompañada de una amplia sonrisa. Don Gonzalo continuaba con su fuerte mano posada sobre el hombro de Taufik. Tanta amabilidad sincera colmó la capacidad de autocontrol del muchacho, no pudo contenerse, y en su rostro se dibujó un amago de llanto, pues la emoción le embargaba al sentirse tratado como un amigo y no como un despreciable esclavo.
—Eh, muchacho, ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?, no entiendo.....
Taufik tragó saliva, intentó controlar los músculos de su rostro y su garganta, respiró hondo y le contó cabizbajo con la voz entrecortada lo que había sido su vida hasta entonces. Don Gonzalo le escuchó en silencio, con una sensibilidad que no parecía propia de un hombretón como él. Con su gran mano reposando sobre el hombro del muchacho acercó su cuerpo hacia el suyo en un intento de arroparle, de darle el calor humano que nunca había tenido. Taufik le contó de su infancia feliz con su madre Zahira y su padre Muhammad, de la terrorífica muerte de su madre a manos de los invasores, de su huída hacia el bosque de abetos, de los tres largos meses que pasó escondido en las montañas de Grazalema, del frío y el hambre que tuvo que soportar, de su captura por un cristiano que le esclavizó, de cuando se enamoró de la esclava Salema, de cuando la veía llorar desconsolada bajo el viejo abeto que albergaba el alma de su padre, de cuando Musarraf le habló en sueños y le indicó dónde estaba la cajita de plata llena de monedas de oro, de cuando pagó a su amo por su libertad, de cuando libertó a sus amigos moros, de cuando compró a Salema por tres monedas de oro, de cuando la llevó a la casita que le había comprado y la tranquilizó asegurándole que no la violaría, de cuando ella acudió al bosque donde los albañiles libertos empezaban a construir el palacio para ella, y él le confesó que la amaba y le pidió la mano con la hojita de hierba de terciopelo como prueba de que aquella era la voluntad de su padre Musarraf, de cuando ella le miró con sus ojos de azabache y aceptó ser su esposa, de cuando las paredes y el techo del palacio estuvieron acabados y no supo cómo adornarlos con mosaicos y arabescos, de cuando decidió visitar el pueblo de Ubrique para buscar artesanos, de cuando estuvo a punto de morir apaleado como un perro por la horda de cristianos, de cuando...
—¿Cómo te llamas, muchacho? —le interrumpió el gallego.
—Me llamo Fernando, señor —le respondió con humildad mirándole de soslayo.
—No, éste no es tu verdadero nombre. Dime el que te puso tu madre.
—Taufik, señor.
—Muy bien, Taufik. A partir de ahora ya no vuelvas a llamarme señor. Llámame Gonzalo. Y ahora prueba esta naranja y dime si te gusta.
Al muchacho aquella fruta manchada de sangre le daba un poco de repelús, pero cuando se metió el primer gajo en la boca, su intenso y refrescante sabor y su delicioso aroma inundaron su cerebro y se le antojó la mejor fruta que jamás había probado.
Los artesanos algecireños estaban recogiendo sus enseres y herramientas y las estaban colocando en las alforjas que acarrearían dos grandes mulas. Tenían pensado partir al dia siguiente nada más clarear al alba.
—Buenas tardes, Ahmed.
—Buenas tardes, Don Gonzalo.
—Y Omar, ¿por dónde anda?
—Por ahí dentro recogiendo sus cosas. ¡Omar, está aquí el señor!
Salió el artesano y saludó a Don Gonzalo. Luego fijó su mirada sobre Taufik y le sonrió al deducir por sus ropas y sus ojos de azabache que era moro.
—Este muchacho se llama Taufik y ha venido desde Grazalema en busca de artesanos para que le acaben el palacio que está construyendo. Os quiere preguntar si vosotros estaríais dispuestos a hacer ese trabajo. Tiene oro suficiente y media docena de albañiles a vuestra disposición — les informó Don Gonzalo.
—¿Es amigo suyo? —quiso saber Ahmed.
El cristiano dirigió su mirada hacia el muchacho, que todavía no había abierto la boca, y sonriendo le preguntó:
—¿Somos amigos, Taufik?
El joven dudó un par de segundos y devolviéndole la sonrisa mientras se le humedecían los ojos le contestó:
—Somos amigos, Gonzalo.
—Pues ya no necesitamos saber nada más. Mañana en lugar de partir hacia Algeciras iremos contigo a Grazalema —sentenció Ahmed.
Estaba anocheciendo. Don Gonzalo se despidió de los artesanos con un fuerte abrazo. Les dio las gracias por su magnífico trabajo y luego se giró hacia Taufik que estaba fascinado por todo lo que veía. Nunca hubiera imaginado ver a un cristiano y un moro abrazarse con tanto afecto.
—Taufik, cuando estos grandes artesanos terminen tu palacio y te dispongas a casarte, házmelo saber. A mi esposa y a mi nos será muy grato venir a visitaros —le dijo el cristiano.
—Para mí y para Salema será un gran honor, Gonzalo. Nuestra casa será la vuestra. Yo mismo volveré a Ubrique para invitarte.
Taufik pasó la noche con los artesanos en la casa aneja al palacio, y al día siguiente al alba partieron hacia Grazalema.
Hacía fresco y un abundante rocío humedecía la hierba. El camino hacia el pueblo vecino se hacía muy fatigoso, pues en muchos tramos la pendiente era bastante acentuada. Para dejar descansar a los animales paraban varias veces al día y por la noche dormían al raso cubiertos con varias mantas de lana. Y así durante tres largas jornadas.
Fantásticas flores de Phlomis purpurea.
La mañana del tercer día, cuando ya sólo faltaban un par de horas de camino para llegar, Taufik vio unas flores bellísimas a la vera del camino y pensó enseguida en Salema. "A mi amada le gustarán", se dijo. Se apeó de la yegua, cogió un gran ramo de aquellas flores rosadas de pétalos velludos como el terciopelo y lo ató con un cordel que él mismo fabricó retorciendo las hojas tiernas de un palmito.
Palmitos, Chamaerops humilis y varias Phlomis purpurea creciendo juntos en un bosque gaditano de alcornoques.
Cuando por fin llegaron a Grazalema se dirigieron enseguida hacia el bosque de abetos, pues Taufik estaba ansioso por mostrar el palacio a los artesanos. Como si les estuvieran esperando, allí estaban sus amigos libertos y sentada a los pies del viejo abeto, como cada mañana, en un ritual que ella necesitaba para seguir viviendo, estaba su amada Salema.
Ella, al verlos, quiso levantarse, pero Taufik le hizo un gesto con la mano para indicarle que permaneciera sentada. Entonces se le acercó y le dió el ramo de flores rosadas. Salema lo cogió, lo miró con agrado, acarició con el dedo índice los suaves pétalos velludos y dirigiendo sus ojos de azabache hacia los de Taufik exclamó: "¡Qué suaves son, parecen de terciopelo!". "Sí, mi amada, de terciopelo, como tú".
Los artesanos y los albañiles les observaban en silencio, con respeto, sintiendo envidia por aquel amor tan tierno y sincero que aquellos dos seres atormentados se profesaban. Taufik parecía haberse olvidado de ellos. Estaba como embrujado mirando como su amada jugaba con las flores. "Te están esperando", le dijo Salema con una dulce sonrisa llena de ternura, sacándole del ensoñamiento de enamorado y devolviéndole a la realidad. Cuando se giró hacia los artesanos no pudo evitar sonrojarse. Ellos esbozaron una comprensiva sonrisa e hicieron como si no hubieran visto nada.
Taufik les mostró el palacio, les dijo que hicieran su trabajo como mejor creyeran y les rogó que aceptaran dormir en el mismo palacio, pues no disponía de una vivienda para ellos, sólo la choza donde él vivía desde que era liberto y la casita de Salema, que era sólo para ella.
Al día siguiente, a media mañana, estando ya todos los hombres, incluido Taufik, trabajando en la ornamentación del palacio, Salema acudió al bosque de abetos con una gran bandeja de bronce cubierta con una tela blanca. Se acercó a su amado, levantó la tela y ante sus ojos aparecieron unos deliciosos dulces de almendra y sésamo que ella misma acababa de amasar y hornear. Estaban todavía calientes y desprendían un delicioso y tentador aroma que abrió el apetito a aquellos hombres.
Taufik estaba sorprendido, emocionado, rebosante de alegría, orgulloso de su amada. Por fin Salema parecía recobrar la alegría y la ilusión de vivir y empezaba a comportarse como su esposa. Cogió la bandeja de dulces y los ofreció en primer lugar a los dos artesanos, luego a sus fieles amigos y por último dejó la bandeja en el suelo sobre una bonita alfombra de lana y se sirvió un dulce.
—¡Uhmmm, que ricos! —exclamaron todos.
Salema les observaba divertida con cara de satisfacción, sin decir nada, dejando que todos vieran su bellísimo rostro y sus ojos negros, que brillaban llenos de vida como nunca antes lo habían hecho.
Salemas de almendra y sésamo
Ingredientes para la masa:
--250 gramos de almendras molidas.
--Una cucharada de semillas de sésamo.
--Dos cucharadas colmadas de miel.
--Dos cucharadas colmadas de azúcar.
--50 gramos de harina de trigo.
--Una cucharadita de canela.
--Una cucharadita de semillas de cilantro picadas.
--Tres clavos de olor picados.
--El zumo de una naranja y un limón.
--La ralladura de la piel de un limón.
Ingredientes para la cobertura de sésamo:
--50 gramos de azúcar.
--20 gramos de semillas de sésamo.
--10 ml de agua.
Se mezclan todos los ingredientes en un lebrillo, se trabajan con las manos hasta conseguir una masa compacta que no se pegue a los dedos, se deja reposar durante unos diez minutos y a continuación se extiende sobre una mesa hasta un grosor de un centímetro. Se recortan las salemas en forma de media luna con la ayuda de un vaso, se colocan en una bandeja cubierta con papel de hornear y se meten en el horno a 180 ºC durante unos 10 minutos, vigilando que no se quemen. Cuando han adquirido un bonito color tostado, se sacan del horno y se cubren con un caramelo hecho con el azúcar, el sésamo y el agua. Se vuelven a meter en el horno durante tres o cuatro minutos para que se gratinen y a continuación se sacan y se dejan enfriar. Están mucho más ricas al día siguiente. ¡Buen provecho!