Cuando encuentro un lugar paradisíaco en alguno de mis viajes me maravillo de lo que ven mis ojos. Los cierro y escucho, huelo, siento, y en mi cerebro las neuronas, desbordadas de sensaciones placenteras, acaban siempre formando en mi mente el mismo pensamiento: "¡Cuánta paz, cuánta vida, cuánta esperanza, ojalá pudiera pasar mis últimos años en un Edén como éste....!"
Zona costera de la isla de Faial en el Archipiélago de las Azores.
Sí, amigos, morir en el Paraíso tiene que ser una experiencia maravillosa, el colmo de la felicidad. Sabemos que nuestro destino es morir. Nos da miedo hablar de esa verdad, pero por mucho que la rehuyamos no conseguiremos alejarla. Está grabada en nuestros genes de apoptosis, de auto-destrucción, viaja con nosotros, es el billete de salida que llevamos todos al nacer incluido en el ADN.
Así pues qué mejor que hacernos a la idea poco a poco, aceptar nuestro destino, sin entristecernos, sin angustiarnos, sin deprimirnos, viendo como crecen nuestras canas, nuestras arrugas, nuestras limitaciones, nuestra artrosis, nuestra presbicia, nuestra sordera, nuestra progresiva decrepitud, con serenidad, con humildad, sin enrabietarnos inutilmente, es decir, tan sencillo y tan difícil como MADURAR.
¡Cuánta belleza!, ¿verdad?
En la parte alta de estos acantilados crecen numerosos árboles y arbustos azorianos, como la faya hembra de la imagen, Myrica faya, presente también en el resto de islas de la Macaronesia..
Y mientras lo hacemos, mientras nos vamos preparando para cruzar el umbral de salida con dignidad, mientras vemos acercarse paso a paso el final inexorable de nuestro camino, disfrutemos a tope de la vida, de la sencilla cotidianeidad, de los cada vez más escasos paraísos, compartiendo sentimientos y vivencias, emocionándonos como niños con el ruido de la lluvia, el rugir de los truenos, la zigzagueante luz de los rayos, el rebrote de las plantas tras la hibernación, el inconfundible aroma a resina de pinares y abetales, la dulce fragancia de los trigales tostándose bajo el sol de julio, el perfume a tierra mojada tras un chubasco veraniego, los cálidos estíos llenos de luz, el vaivén eterno de las olas del mar, el correr de las nubes, la furia de los torrentes tras el deshielo, el grandioso espectáculo nocturno del firmamento, el renacer de un nuevo día, el ensangrentado ocaso, la caricia de la brisa, el empuje del viento, el inmaculado silencio de la nieve, el canto de las ballenas, el vuelo majestuoso del águila y el cóndor, la fidelidad inquebrantable de un perro, los sueños, las ilusiones, los anhelos, en definitiva, saborear el maravilloso regalo de la vida que nos dieron nuestros padres.
Algo semejante pensé cuando, recién llegado a las Islas Azores, deseé sentir y admirar la grandiosidad y la bravura del Océano Atlántico. Tras registrarme en el hotel y dejar la maleta en la habitación, cogí mi inseparable cámara fotográfica y salí a recorrer el diminuto puerto de la entrañable ciudad de Horta, capital de la Isla de Faial. Atravesé el humilde e inconfundible barrio de pescadores y, al final de una angosta callejuela, apareció ante mis ojos el ansiado espectáculo: una inmensa masa de agua azul turquesa azotando infatigable las rocas litorales con olas furiosas.
Y allí, sobre la oscura arena volcánica, vi por primera vez en mi vida un cementerio de carabelas portuguesas, Physalia physalis. Si, amigos, ellas también habían deseado morir en un paraíso y lo habían conseguido con la ayuda de las olas. Las había a cientos. Yacían sobre la arena bajo un sol abrasador durmiendo su sueño eterno. El fantástico color azul violeta de su cuerpo hueco recorrido por una línea roja, su columna vertebral, brillaba con luz propia y les confería una belleza extraña, exótica, ultramarina, etérea, casi extraterrestre. Eran tan bonitas....
El calor de los rayos del sol dilataba el aire de su interior y amagaba con reventarlas. Sus larguísimos tentáculos venenosos desaparecían de la vista rebozados en arena. Intuí que no debía tocar aquellos seres alienígenas. Un instinto ancestral grabado en mi sistema límbico, mi cerebro primitivo, heredado del diminuto dinosario de sangre caliente que sobrevivió a la gran extinción del Cretácico hace 65 millones de años, me avisó del peligro. Un puñado de neuronas todavía vírgenes de mi córtex cerebral dejaron de serlo encantadas y guardaron aquellas fantásticas imágenes archivadas, grabadas para siempre en mi memoria.
Sobre las rocas batidas por las olas crecía un helechito enamorado del mar, el Asplenium marinum, adaptado a las salpicaduras saladas y a la agradable calidez de la brisa marina. Su amor por el mar y su avidez por la sal son tan grandes que si se intenta cultivar tierra adentro sobre un sustrado dulce languidece y acaba muriendo.
Sus esporas son dispersadas directamente en el mar y las corrientes marinas las llevan a otras costas, otros paraísos, donde son sembradas por las olas en las grietas de las rocas litorales. A esta forma de dispersión de las esporas y las semillas a través del agua de rios y mares se le llama hidrocoria, y en el caso concreto de este helecho, al hacerlo a través del agua del mar, se le llama talasocoria (Talasos---> Mar y Coria---> Dispersión).
Al día siguiente alquilé un coche Opel Corsa y me adentré en el interior de la isla. Nada más abandonar el casco urbano, sobre la pared que bordeaba la carretera vi por primera vez en mi vida un helecho bellísimo que era una de mis asignaturas pendientes, el macaronésico Asplenium hemionitis. Mi corazón galopó raudo en mi pecho por la emoción y mi encéfalo se inundó de endorfinas de felicidad. Aparqué en la cuneta, cogí mi cámara y le saqué una docena de fotos para llevármelas como un preciado tesoro.
Tal vez lo más bonito son sus soros, su sistema reproductor, de una simetría tan perfecta que parecen diseñados por un matemático.
Bajo el indusio blanco que cubre cada soro se asoman los esporangios negros repletos de esporas que son dispersadas por el viento.
Tuve la inmensa suerte de poder ver y fotografiar a la única lagartija azoriana, Teira dugesii, que no es autóctona, pues procede de Madeira donde es muy abundante. Llegó a las Islas Azores hace dos siglos viajando de polizón en los barcos mercantes que unían los dos archipiélagos portugueses. Es muy confiada y se deja fotografiar desde muy cerca.
Uno de los helechos más abundantes de las azores es el Polypodium azoricum, primo hermano del Polypodium cambricum del Mediterráneo y del Polypodium macaronesicum de las Islas Canarias y Madeira.
Este helecho diminuto endémico de las Islas Azores, el Asplenium azoricum, era el que más deseaba encontrar. Llevaba buscándolo durante varios días sin éxito. Una mañana, muy temprano, decidí explorar la falda norte del Monte Carneiro. Amanecía. Las plantas estaban empapadas de rocío. Aparqué el coche donde pude y fui escaneando las rocas que bordeaban el camino de subida a aquel extraño monte de suave y redondeada cima, que cual inmenso y solitario seno de mujer hecho de lava negra, miraba desafiante al cegador sol que renacía y recibía su refrescante y cotidiana ducha diaria de lluvia horizontal macaronésica.
Os aseguro que, en cuanto vi al helechito, supe enseguida que era el ser vivo que con tanto anhelo estaba buscando en aquellas diminutas islas perdidas en el inconmensurable y a la vez pavoroso regazo oceánico, pues es casi idéntico a su hijo híbrido, el Asplenium azomanes, que vive en Andalucía, Murcia, las Islas Baleares, el Algarve portugués y el Rif marroquí.
La forma de las pinnas con su típica aurícula con 0, 1, 2 y hasta 3 soros en su interior y el grueso raquis negro como el azabache son típicos de todos los helechos descendientes del ancestral y casi extinto Asplenium anceps.
Sobre las rocas volcánicas del Monte Carneiro crece una abundante población de líquenes. El más llamativo es el que tiene forma de cabellera de nombre científico Roccella phycopsis. El otro más discreto de color gris verdoso pertenece a la especie Evernia prunastri.
Detalle de la Roccella phycopsis con sus típicos soralios discoidales, blancos y convexos sobre sus filamentosos talos.
La endémica Lysimachia azorica llenaba de florecillas de oro el sotobosque de Laurisilva.
La luminosa Scabiosa nitens ama la luz y crece en los claros de los bosques.
Cuesta creer que este escobillón de florecillas pertenece a un ciruelo. La ginja, ginjeira do mato o ginjeira brava, Prunus azorica, es prima hermana del Prunus lusitanica subsp. hixa de las Islas Canarias y Madeira.
Sus frutos rojos parecen pequeñas ciruelas claudias. Tienen la forma y el tamaño ideales para ser tragados por las palomas torcaces y otras aves frugívoras, que tras la digestión de la pulpa dispersan las semillas regurgitándolas o defecándolas lejos de la planta madre.
Los portugueses que poblaron las Islas Azores tras su descubrimiento se encontraron con bosques impenetrables de Laurisilva. La escasez de alimentos les llevó a talar grandes extensiones de las mejores tierras para sembrar en ellas cereales y otras plantas alimenticias. La necesidad de madera para construir viviendas y embarcaciones, tras consumir la de los árboles autóctonos, les obligó a sembrar coníferas de rápido crecimiento en las tierras más pobres. La que mejor se adaptó al clima azoriano fue la Cryptomeria japonica, que en la actualidad se ha asilvestrado y ha formado bosques casi monoespecíficos donde no puede crecer ningún otro árbol, pues su hojarasca ácida es tóxica para la mayoría de plantas autóctonas, salvo para los helechos. Lo podemos constatar en esta imagen con numerosos helechos creciendo felices sobre el sustrato de hojas de cryptomeria en descomposición, entre ellos los endémicos Dryopteris azorica y Dryopteris crispifolia y el autóctono Culcita macrocarpa.
Dryopteris azorica adulta en el momento de máximo desarrollo y esplendor para su especie.
Soros de Dryopteris azorica.
Fronde gigantesca de Culcita macrocarpa. Este helecho, junto con la Woodwardia radicans, es uno de los más grandes de la Macaronesia.
Fronde nueva de Culcita macrocarpa. Está protegida con un abrigo lanoso para evitar su congelación por una imprevisible helada tardía. Su estructura en espiral sigue la Secuencia matemática de Fibonacci.
Una de las plantas más bonitas de las Azores es la Pericallis malvifolia, con sus flores de un bellísimo y luminoso color rosado ligeramente violeta.
Detalle de las flores de Pericallis malvifolia.
También existe la variedad de flores albinas.
Escaneando con la vista las rocas más húmedas me encontré con esta hepática, el Anthoceros punctatus.
La forma de las pinnas con su típica aurícula con 0, 1, 2 y hasta 3 soros en su interior y el grueso raquis negro como el azabache son típicos de todos los helechos descendientes del ancestral y casi extinto Asplenium anceps.
Sobre las rocas volcánicas del Monte Carneiro crece una abundante población de líquenes. El más llamativo es el que tiene forma de cabellera de nombre científico Roccella phycopsis. El otro más discreto de color gris verdoso pertenece a la especie Evernia prunastri.
Detalle de la Roccella phycopsis con sus típicos soralios discoidales, blancos y convexos sobre sus filamentosos talos.
La endémica Lysimachia azorica llenaba de florecillas de oro el sotobosque de Laurisilva.
La luminosa Scabiosa nitens ama la luz y crece en los claros de los bosques.
Cuesta creer que este escobillón de florecillas pertenece a un ciruelo. La ginja, ginjeira do mato o ginjeira brava, Prunus azorica, es prima hermana del Prunus lusitanica subsp. hixa de las Islas Canarias y Madeira.
Sus frutos rojos parecen pequeñas ciruelas claudias. Tienen la forma y el tamaño ideales para ser tragados por las palomas torcaces y otras aves frugívoras, que tras la digestión de la pulpa dispersan las semillas regurgitándolas o defecándolas lejos de la planta madre.
Los portugueses que poblaron las Islas Azores tras su descubrimiento se encontraron con bosques impenetrables de Laurisilva. La escasez de alimentos les llevó a talar grandes extensiones de las mejores tierras para sembrar en ellas cereales y otras plantas alimenticias. La necesidad de madera para construir viviendas y embarcaciones, tras consumir la de los árboles autóctonos, les obligó a sembrar coníferas de rápido crecimiento en las tierras más pobres. La que mejor se adaptó al clima azoriano fue la Cryptomeria japonica, que en la actualidad se ha asilvestrado y ha formado bosques casi monoespecíficos donde no puede crecer ningún otro árbol, pues su hojarasca ácida es tóxica para la mayoría de plantas autóctonas, salvo para los helechos. Lo podemos constatar en esta imagen con numerosos helechos creciendo felices sobre el sustrato de hojas de cryptomeria en descomposición, entre ellos los endémicos Dryopteris azorica y Dryopteris crispifolia y el autóctono Culcita macrocarpa.
Dryopteris azorica adulta en el momento de máximo desarrollo y esplendor para su especie.
Soros de Dryopteris azorica.
Fronde gigantesca de Culcita macrocarpa. Este helecho, junto con la Woodwardia radicans, es uno de los más grandes de la Macaronesia.
Fronde nueva de Culcita macrocarpa. Está protegida con un abrigo lanoso para evitar su congelación por una imprevisible helada tardía. Su estructura en espiral sigue la Secuencia matemática de Fibonacci.
Una de las plantas más bonitas de las Azores es la Pericallis malvifolia, con sus flores de un bellísimo y luminoso color rosado ligeramente violeta.
Detalle de las flores de Pericallis malvifolia.
También existe la variedad de flores albinas.
Escaneando con la vista las rocas más húmedas me encontré con esta hepática, el Anthoceros punctatus.
Detalle de los filamentosos esporofitos maduros del Anthoceros punctatus, cuyos extremos se abren en dos y liberan las esporas.
El árbol endémico Vaccinium cylindraceum alegra los bosques de laurisilva con sus flores acampanadas.
Subiendo hacia la cima del volcán llamado Caldeira do Faial situado en el centro de la isla, el bosque de laurisilva va siendo sustituido por un impenetrable brezal de la endémica Erica azorica. La estructura de su copa en forma de cúmulos está perfectamente adaptada a la lluvia horizontal, de manera que cuando sube la brisa marina cargada de humedad se condensa sobre los cúmulos en forma de rocío de agua dulcísima, que cae gota a gota como si de una verdadera lluvia se tratase y riega las raíces de estas fantásticas plantas tan inteligentes, que con esta estrategia se procuran a si mismas el agua que necesitan.
En los claros de estos bosques milenarios crece la zarzamora Rubus flagellaris.
Ladera interior del cráter con una vegetación exuberante.
En el borde superior del cráter crecen numerosas especies de musgos como el Polytrichum juniperinum, que también está adaptado a condensar la humedad de la brisa marina y consigue así la humedad permanente que necesita.
Junto con los musgos, los líquenes, las hepáticas, los helechos y los arbustos azorianos que recubren como una alfombra el borde superior del cráter crece una planta diminuta de porte rastrero, la Daboecia azorica, cuyas flores llenan de color este trocito de paraíso.
Flores de Daboecia azorica.
Las Islas Azores, al igual que las Islas Galápagos, siguen creciendo a base de erupciones volcánicas, como la del Vulcâo dos Capelinhos, que vomitó lava y cenizas desde el 27 de septiembre de 1957 hasta el 24 de octubre de 1958 y agrandó la Isla de Faial en 2'4 km2 ganados al Océano Atlántico. Destruyó 300 casas y obligó a evacuar a 2.000 personas que emigraron a los EEUU y Canadá. Así son los paraísos, así es la naturaleza, una lucha eterna entre la vida y la muerte, la formación y la destrucción, la biogénesis y la apoptosis, una alternancia y un reciclaje sin fin.