domingo, 3 de septiembre de 2023

Crataegus ruscinonensis, un híbrido natural que crece espontáneo en todo el Mediterráneo

 
La rosácea silvestre Crataegus ruscinonensis es un híbrido natural entre el acerolo cultivado, Crataegus azarolus y el espino albar, Crataegus monogyna.
 
Hace algo más de 33 años, en febrero de 1990, recorriendo en coche el trayecto que une los municipios mallorquines de Valldemossa y Banyalbufar, situados en la Serra de Tramuntana, de pronto me llamó la atención un arbolito de unos 4 metros de altura cargado de frutillas rojas que crecía silvestre en la cuneta izquierda de la carretera. Enseguida supe que se trataba del rarísimo híbrido natural entre un acerolo y un espino albar, que ya había visto en foto en blanco y negro en uno de los cuatro tomos de la Flora de Mallorca del botánico Francesc Bonafé. Tenía un aspecto arbustivo con muchos hijuelos brotando de la base del tronco protegidos por una espinas temibles y se veía a las claras que había sido ramoneado multitud de veces por las cabras y las ovejas.
 
No pude resistir la tentación de llevarme un par de aquellos hijuelos y, como no llevaba nada para cavar, los arranqué con la mano. Ninguno de los dos tenía raíces, lo cual me frustró bastante, pues supuse que no me agarrarían.
 
Al llegar a mi huerto, que acababa de adquirir unos meses atrás, planté los dos hijuelos juntos en el mismo hoyo con el convencimiento de que no agarrarían. Medían entonces unos dos palmos con un grosor de tallo de unos 4 milímetros. Un par de meses después, a principios de primavera, contra todo pronóstico uno de los hijuelos brotó vigorosamente, mientras el otro se secaba sin brotar. Al cabo de 18 años, el día 24 de marzo de 2008, mi Crataegus ruscinonensis lucía esplendoroso lleno de vida cargado de fragantes flores blancas, como podéis comprobar en la imagen anterior. Medía entonces 5 metros con un grosor de tronco en la base de uno 20 centímetros.
 

Ahora, con 33 años, se acerca a los 7 metros de altura y su tronco en la base mide 30 centímetros.
 
 
 Está magnífico y en nada se parece a su arbustiva madre clónica de la carretera de Banyalbufar. 

Para conseguir que creciera como un árbol le tuve que ir podando las ramitas laterales del tallo y los hijuelos de la base, que se obstinaban en brotar, y hoy en día tiene un tronco recto libre de brotes que se ramifica a la altura de dos metros. 
 
La corteza es ligeramente rugosa de color marrón-grisáceo. Las raíces en la base se abren en pata de garza para dar estabilidad al árbol.
 
Ramificación algo anárquica que, sin embargo, en su conjunto es bastante simétrica, equilibrada y bella. Prueba de ello es que el a veces huracanado viento del sureste, el cálido sirocco procedente del Sáhara, que suele soplar con frecuencia en mi huerto, nunca le ha arrancado, desgajado o quebrado ninguna rama, ni siquiera una ramilla, como he podido comprobar estos días tras soplar el sirocco a más de 100 kms. por hora.
 
Las ramillas cercanas al tronco, herencia de su progenitor espino albar, están cubiertas de espinas temibles, como si el árbol quisiera impedir que algún animal se encarame a su copa. En cambio, al igual que ocurre en su progenitor acerolo, el resto de ramas y ramillas carecen de espinas.

Sus abundanres flores se abren en corimbos. Lucen un blanco inmaculado y desprenden un aroma delicioso.

Como en todas las rosáceas sus flores tienen 5 pétalos redondeados. Sus 20 estambres son bastante largos y en su extremo acaban en una antera anaranjado-marronosa. Su único pistilo, ligeramente más corto que los estambres, en su extremo acaba en un estigma amarillo-verdoso. El tamaño de las flores está a medio camino entre las de sus dos progenitores.
 
Sus hojas son trilobadas con dos profundas escotaduras.

En esta imagen combinada se pueden ver las diferencias entre sus hojas y las de sus dos progenitores.

Y en esta otra imagen se puede apreciar la diferencia en el tamaño de sus frutos.
 
Y finalmente aquí tenéis la pulpa. Tiene exactamente un sabor y una textura a medio camino entre la dulce, jugosa y ligeramente ácida de una acerola y la más harinosa y menos ácida de los pomos del espino albar. Yo me meto media docena en la boca y os aseguro que son una explosión de sabor y jugosidad. Cada fruto tiene entre una y tres semillas rodeadas por la pulpa.