sábado, 8 de agosto de 2020

EL PAN DE ROMA: HARINA DE TRIGO, AGUA DEL TÍBER Y LEVADURA NATURAL DE UVA

  ASÍ HACÍAN EL PAN LOS ANTIGUOS ROMANOS

Tenía que comprobarlo. Claro que sí. Mi curiosidad infantil, que conservo intacta a mis 63 años, mi afán por probar cosas nuevas, raras, exóticas, aunque tengan 2.000 años, son tan poderosos, tan irresistibles, que no podía esperar ni un día más para hacer el experimento.  Hoy me he decidido. Tengo a mano todos los ingredientes. El agua no será del río Tíber, pero he pensado que la de una fuente que brota en la falda de una montaña de la Serra de Tramuntana de Mallorca no tiene nada que envidiar a la del río romano, que baja hacia la ciudad eterna desde su nacimiento en el monte Fumaiolo en plena cordillera de los Apeninos.

Y en cuanto a la levadura, ¿qué mejor que la extraida de unos racimos de la milenaria uva fenicia llamada Touriga Nacional, cultivada desde hace milenios por los viticultores portugueses en sus cuidadas viñas de Oporto, de donde me traje varios sarmientos hace treinta y tres años para enraizarlos en mi huerto.
 El epicarpio u hollejo de los granos de la uva está revestido de una sustancia cerosa llamada pruina, que contiene las esporas de la levadura que fermentarán el mosto y lo transformarán en vino.

Los antiguos romanos descubrieron que el zumo fresco de los granos de la uva también servía para fermentar la harina de trigo. Ignoraban el motivo, pero les funcionaba, y conseguían así un pan fermentado mucho más esponjoso y sabroso que el seco y a veces acartonado pan ácimo.
Tras extraer el mosto estrujando los granos con la mano lo he añadido a unos 300 gramos de harina de trigo.
Y he procedido al amasado añadiéndole el agua necesaria y sal al gusto, hasta obtener unos quinientos gramos de masa, que he dejado fermentar durante tres horas a temperatura ambiente (27ªC) cubierta con un paño de cocina. 
Cuando la masa ha duplicado su tamaño, he separado tres porciones de unos 100 gramos, les he dado forma de panecillo con un corte longitudinal a todo lo largo y los he dejado fermentar otra hora cubiertos con un paño de cocina. Diez minutos antes del horneado he encendido el horno y, una vez precalentado, he metido los panecillos. Ignoro la temperatura porque el horno a gas de mi huerto tiene más de cuarenta años. Simplemente los he ido vigilando cada cinco minutos y, en cuanto han adquirido un bonito color tostado, los he sacado.
Por suerte no se han quemado. Están perfectos.
Y aquí tenéis mi cenita de hoy. El panecillo sabe al pan de mi infancia, sobre todo la corteza. 
 
Para los que os animéis a hacer este experimento os recomiendo un tiempo de leudado superior a cuatro horas. La molla está esponjosa, pero lo estaría mucho más con una fermentación de doce horas, o sea, amasar el pan por la tarde y hornearlo a la mañana siguiente a primera hora.
Y con los doscientos gramos restantes de la masa me he preparado un sencilla pizza para el almuerzo: salsa de tomate casera, queso mallorquín semicurado, higos Coll de Dama Negra, que estos días empiezan a madurar, y abundante orégano por encima.
¡Mirad que hermosura!
El borde elevado de la masa, para que no se escapen los jugos, está crujiente y delicioso como las galletas mallorquinas de Inca.